Michael Haneke, que parece no tener techo, ha conseguido con Amor aquello que persiguen los grandes artistas: desnudar su obra de cualquier adorno, prescindir en su discurso de hasta la minúscula coma innecesaria, reducir a la mínima expresión los detalles y abandonar en el taller las herramientas; para que sean las manos, los ojos, el tiempo sin tic-tac, la parsimoniosa muerte y la vida que se ausenta, quienes escriban, dibujen y hablen sobre la realidad inmutable.

Nada cambia porque sepas de qué va la película, hay que verla para que te empape de emociones y sientas que los extraños venablos te golpean sin piedad, y a continuación, resbalan por tu piel convertidos en agua salada, memoria carnosa o impotente lucidez. Verla o que te la cuenten, la misma diferencia que ver llover o mojarse.

Demasiada verdad, demasiada certidumbre, inexistente ficción..... Amor, duele. Amor es la cumbre de un creador y el anhelo y la envidia de quienes hubieran querido seguir siempre vivos, cosa que inevitablemente le sucederá a Haneke. Pero Amor es además 7.620 cosas más, que penetran, una por segundo de metraje, por los poros y que melancólicamente nos harán exclamar también, como a Anne (Emmanuelle Riva) "...¡qué larga ha sido la vida, y qué bonita!"