Sin duda Frida Kahlo debió ser extraordinaria, uno de esos seres adelantados a su tiempo que a los muchos méritos de su dolorosa existencia enfrentó además su condición de mujer. Estrujó la vida con rabia y desparpajo, provocó y consiguió que algo tan etéreo como la voluntad fuera el eje indestructible de su personalidad, su verdadero esqueleto, su columna vertebral.

La adaptación de Julie Taymor es bastante fiel a la biografía de la artista, hija de húngaro y mexicana, y a la del muralista Diego Rivera. Pocos, como ella, encarnan los volátiles e inaprensibles conceptos de los espíritus libres. Salma Hayek ha conseguido, desde su preferente posición de compatriota agradecida, revivir e imprimir en película la historia de una auténtica heroína que incomodó mucho y que fue colocada en el pedestal cuando estuvieron bien seguros de que no se apearía y de que la cotización de su obra pictórica seguiría "in crescendo".

La apuesta de la directora por dar vida a los cuadros y convertir en cuadros la propia vida puede parecer un recurso trillado cuando estamos desarrollando un biopic sobre pintores, pero a mi me gusta.
La banda sonora es un aliciente más para pasear por las calles de Ciudad de México, París o New York de la mano de una mujer menuda, pero de acero, que no admitió ningún límite que no fuera impuesto por ella misma; que amó, de dos en dos o de tres en tres, sin importar sexo ni edades, que empuñó banderas solidarias y que a los cuarenta y siete años se despidió diciendo:"Espero alegre la salida y espero no volver jamás".