Destemplada mezcla entre el alegre cuentecito del primer Hobbit y la épica ostentosa de El señor de los anillos. Una fusión que deja a la película algo descolocada, sin identidad. Un tropezón en medio del camino.

Aquí la cosa se torna más oscura. Esa transformación transcurre en paralelo con la de Bilbo, que como portador del anillo sufre de cambios de ánimo y le suelta unas trolas tremendas a Gandalf. Aunque sigue igual de salao, nada que ver con el tonto el Frodo, que era un pestuzo.

El arranque es muy entretenido, pero al rato se convierte en un videojuego incómodo de mirar, con unas secuencias de acción histéricas, y acabas hasta el colon de los putos elfos saltarines, de los orcos esos tan feos y tan tontos, de los aldeanos meapilas y del amorío inter-racial, que da un poco de repelús y ya se lo podían haber ahorrado. Y la paciencia se te acaba, y se desencadenan los bostezos cuando, de repente, entramos en la cueva de los tesoros, y el más valioso es Smaug, y te reconcilias con la peli, y hasta sales del cine completamente idiota deseando tragarte la tercera parte para ver la que lía el dragón enfadadito. Ains, no somos nadie.

Mis respetos a Peter Jackson, cuya capacidad para orquestar tan magna empresa me parece de lo más meritoria, pero yo emprendí este viaje en busca de campechanas aventuras y me he tropezado con un coñazo colosal.