El film que hoy me ocupa no es más que un relato de una sociedad no muy lejana, en que los posos de comunicación entre seres humanos están bajo mínimos, un mundo gélido y robótico, capturado con maestría gracias a la fotografía del señor Peter Suschitzky. En este mundo inhumano (el cual no es más que una hipérbole de la situación en que se encuentra la humanidad ahora mismo) los protagonistas se nos muestran oscuros, fríos como el propio universo que les rodea, hablando entre susurros y palabras cripticas. Parece ser que la única forma que conocen de relacionarse con los demás es a través del sexo, pero de una manera un tanto espiritual, buscando el satisfacer un deseo más místico que carnal, una especie de vuelta de tuerca retorcida al concepto del budismo y demás filosofías orientales y su búsqueda del Nirvana. Nuestros protagonistas se encuentran todo el rato dando vueltas en círculo, dando vueltas a la misma idea, viviendo una y otra vez las mismas situaciones, quizá de forma inconsciente, pero nada importa, el deseo, el morbo y el miedo a la muerte se funden en uno solo y de ahí nace esa enfermiza actitud que ha hecho que tanta gente repudie la película, esa excitación sexual nacida del mundo de los accidentes entre vehículos, de la fusión definitiva de la máquina y el humano en un solo ente, una especie de catarsis alimentada por la muerte de leyendas como James Dean. La música que acompaña a la película es esencial, un frio mecánico resuena en todas y cada una de sus melodías, melodías tan desprovistas de alma que asustan, quizá ahí radique toda la película, sus personajes no tienen alma, se guían por el deseo, una búsqueda del deseo que choca de pleno con el ambiente en que se mueven, un mundo finalmente cerebral, al que se le han extirpado las pasiones, el mundo al que debemos dirigirnos y por suerte nos dirigimos inevitablemente.