Recuerdo que al poco de ver la película fuimos a darnos un chapuzón por las playas de Cádiz. Éramos varios los amigos chapoteando en el agua sin adentrarnos más allá de la cintura. Ninguno de nosotros advertimos a los demás de la causa de tan sorprendente decisión. Desde luego no tenía que ver con el estado de la mar, plácido como pocas veces, ni con una repentina aversión por sumergirnos en aguas más profundas. Más bien, el motivo obedecía las extrañas sombras que se percibían entre el oleaje, sombras en las que nunca habíamos reparado pero ahora nos parecía llenas de vida y consecuentemente de peligro.

Tardé en racionalizar el mensaje de claroscuros y tras comprobar que era debido a los tonos que el reflejo del agua y la luz esparcían por la superficie, volví a adentrarme en el océano. Si bien, de vez en cuando. no puedo evitar mantenerme alerta ante la sospechosa silueta que se mueve en mi dirección.

Spielberg consiguió meter al tiburón en bastantes casas de vecinos, entre ellas la mía. Chapeau.