Sin duda estamos ante una película al que espectador se va a sentir incómodo en su posición contemplativa. No estamos viendo una película en que nos demuestra la salvación, la posibilidad de redención, sino nuestro propio abismo. El director ha querido que nos retorcemos ante la propia lógica de la crueldad, de nuestra crueldad cuando contemplamos la violencia. La violencia se ficcionaliza, se convierte en un mecanismo del capitalismo y no nos hace daño. El Joker desestabiliza cualquier sistema, incluso nuestro sistema emocional.
No busca ser un símbolo. Solo que nosotros no somos quienes para dictaminar quién está loco porque no estamos dentro de la locura. Porque una cosa está clara, no existe la ética.
No somos propietarios ni de la razón ni de la locura. Solo un anarquía de emociones canalizada por la civilización.

No importa si no hay una historia detrás de cada imagen. No hace falta entenderla cuando se trata del propio sueño de Tarantino.
En Érase una vez... en Hollywood ha querido inscribir su huella más personal. A través de la sencillez se encuentra el ocaso de una era, pero también de todo lo que ha erigido. La violencia más primitiva, y desértica se debate ante las nuevas formas de representación, de lectura. Y lo ha querido relatar.
Su perspectiva sobre el spaghetti western es inocente y frágil. Es consciente de que acabará pronto su camino. Y quiere permanecer ahí otorgando eternidad a algo efímero: sus sueños.
Estamos ante la mirada de un niño que ha escrito su propio cuento, en el que hay, como no, malvados y héroes.