Esta película, a pesar de su fama, puede ser un desafío para el gran público, porque su ritmo tranquilo y rasgos estilísticos inusuales están a años luz de las películas más comerciales. "Roma" está más cerca, por el contrario, del cine de maestros como Ozu, Bergman, Antonioni, o Tarkovski, o, para mencionar a un autor más contemporáneo, al cine minoritario del español Jaime Rosales.

La opción artística de Cuaron puede parecer radical. Solo música de ambiente, fotografía en blanco y negro, y ningún acercamiento o alejamiento de la cámara que enfatice la narración; solo movimientos laterales que respetan la distancia hacia los personajes. Tampoco hay casi planos cercanos de los actores. Estos suelen aparecer enmarcados en un escenario mayor -sobresaliente, el diseño de producción- que acaba siendo tan relevante como ellos.

En esta evocación de la infancia del director en el Mexico de los setenta predomina, en definitiva, una mirada distanciada y casi documental; lo que viene a ser una especie de mural en movimiento (y aquí me estoy acordando de Diego Rivera, el famoso muralista mexicano, llámenme rebuscado) en el cual se pone en juego la libertad de detener la mirada en muchos sitios diferentes y donde la noción de subjetividad o énfasis está casi ausente.

Refuerza esa impresión el protagonismo del personaje más humilde, una mujer pobre, introvertida, y seguramente analfabeta, que sin embargo cataliza la afectividad de los niños y acaba convirtiéndose no solo en una heroína, sino en el único personaje distintivo de la película. Porque la madre o los niños, si los viéramos por la calle, no los reconoceríamos.

A pesar estas características -o tal vez precisamente debido a ellas-, "Roma" logra transmitir una poesía y una verdad que nos emociona y convence, sobre todo en el tramo final. En la fabulosa escena del hospital, por ejemplo, tuve que contener las lagrimas.