Tenemos frente a nuestros ojos la película romántica por excelencia de finales de los años 80. En ella, se nos cuenta una historia sencilla que hace gala de un humor inocente basado en unos brillantes e interesantes diálogos, que ahondan en el significado de la palabra amor y las diferencias entre hombres y mujeres.

Así, se nos cuenta la enrevesada y peculiar relación de Harry y Sally en distintas etapas. En cada una de ellas, ambos nos deleitarán con diálogos llenos de surrealismo y grandiosas verdades sobre la cualidad humana, a la vez que van descubriendo lo que significa amar a una persona.

Algo que la caracteriza enormemente, es lo influenciada que se ve por el estilo de Woody Allen. De esta forma, al igual que ocurre con la obra del cineasta del saxofón, la historia se ambienta en Nueva York y viene acompañada a ritmo de jazz. Además, oiremos los típicos diálogos surrealistas y llenos de hipocondriaquismo característicos del bueno de Woody.

Sin embargo, la gran virtud que tiene es que no sólo "copia" el estilo woodyallenesco, sino que lo mejora notablemente. Como ejemplo de ello, la acción se encuadra en Nueva York, pero no hace los alardes que suele hacer el señor Allen de ello. Otro ejemplo se encuentra en una mayor elegancia a la hora de escenificar todos esos diálogos surrealistas.

Ajejándonos ya de la comparativa, la película tiene otras virtudes como la huída del empalaguismo propio del género en cuestión, o algún que otro momento de explendor.

En cuanto a los intérpretes, una de cal y otra de arena. Por un lado tenemos a una expléndida Meg Ryan; y por el otro, a un Billy Crystal que no transmite nada. Tampoco podemos olvidar una más que correcta actuación de una Carrie Fisher alejada del papel de Princesa Leia.