Rodar la ficción (la realidad ficcionada como se suele decir) es una tarea muy complicada donde el director corre el riesgo de exagerarla o minimizarla si no anda con pies de plomo.
La realidad nos rodea, no es tan difícil plasmarla en imágenes porque tan sólo hay que echar un vistazo alrededor, al exterior.
David Lynch plasma lo que hay en el interior, en el sueño, en el inconsciente, en lo que no nos podemos fijar porque tarde o temprano tendremos que despertarnos. Y su soltura en este campo es maravillosamente surreal. Durante casi tres horas nos hace abandonar toda lógica para sumergirnos en sueños, pesadillas, deseos, visiones, sentimientos... David Lynch rueda lo que otros no pueden ni imaginar y el resultado es una película única que no ofrece respuestas, sino preguntas. A través de laberintos oscuros cuyo final desconocemos, descubrimos que ninguna pregunta ha sido respondida pero da igual. Los sueños tampoco tienen respuestas y a todos nos encanta soñar.