Guy Busick y Ryan Murphy en su primer guion para largometraje apuestan demasiado con una premisa imposible de asumir, al menos en los términos dramáticos que plantean.

A partir de ahí, puede esperarse de todo en cuanto a los mecanismos que hacen sugerente una historia. Por eso, el entretenimiento viene dado por una más que correcta y calculada dirección y montaje (que permite generar la tensión habitual de secuencias tipo ratón y gato) y por una muy matizada actuación de Samara Weaving (a pesar de que la trama no le ofrece momentos de volumen y fondo).

Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett dejan que la violencia sin tapujos, el humor negro (pero no refinado) y lo imposible se hagan con el tono del film a medida que avanza. En este sentido, poco o nada queda de una supuesta crítica a estamentos adinerados o a la interacción con la familia política, como institución social. Le falta sustancia.

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