El inocente es una de esas tantas películas en donde la trama se apoya en cuestiones de índole legal que se inician como algo simple y terminan dando más vueltas que un tiovivo descompuesto. Por suerte en este caso el ritmo de la narración se nos presenta de manera notable, y si hay ritmo, hay interés.

Corrupto, mañero, profesional y algo chanta, el prota que nos ocupa se ha ganado mi simpatía (aunque me encantaría tenerlo siempre lejos). Él solo ha sabido salir del meollo que se le presentó, con ayuditas, cierto, pero siempre derrochando pericia. El caso en cuestión va por los derroteros convencionales: narrado de forma impersonal, comienza con una acusación, se desarrolla con varios vuelcos del guión hasta desembocar en una sucesión de puntos y contrapuntos que, si eres ducho en estos temas los seguirás con dicha, y si no lo eres (como yo) intentarás con todo el amor propio posible seguir el guión que se te escapó de las manos hasta derivar en un desenlace que te deja contento aún sin haber entendido el 50% de los datos que te dieron.

En ese aspecto El inocente peca de vueltera, si bien que por otro lado presentar una peli sobre cuestiones legales que no tenga treinta mil giros parecería una blasfemia: como si de ese pecado mortal encontrara el jugo que le da vida. ¿Curioso, no? Y yo como un novato aplaudiendo.