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Documentary
An extraordinary montage of urban Russian life in 1929, showing the people of the city at work and at play, and the machines that keep the city going. It was Dziga Vertov's first full-length film, and he used all the techniques - dissolves, split screen, slow motion and freeze-frames - to produce an exhilarating and intellectually brilliant feature.
Language of the review:
- es
April 1, 2010
31 of 36 users found this review helpful
Año 0. Antígona es un personaje de la antigüedad que simboliza la aparición de otra ley allende o aquende (eso es indiferente) la establecida consuetudinariamente por los hombres. En su negación de la Palabra Oficial, en su No que abraza una ley interior y personal y quiere enterrar a su hermano en terreno vedado, en ese instante de la decisión que es una forma de la locura germina y se origina míticamente la otra alternativa. Antígona, como una prótesis original, es el año 0 de otra ley, la de la subversión. Su gesto fundacional es un orto revolucionario.
Gesto Fundacional I. El trauma.
El No de Vertov aparece al final de la década de los años 20. Es un No, primeramente, al cine de propaganda post-leninista que desarrollaba Eisenstein. Pero es, sobre todo, un No al Sueño de Zukor y su Gran Fábrica. Como gesto fundacional y ortológico, la negativa de Vertov repite el trauma de Antígona: abre un nuevo decir, una nueva tabla de la ley. Hablando en burchiano, se diría: abre un Modo De Representación Alternativo frente al Modo De Representación Institucional. En un mundo sin dioses (que definitivamente es el escenario en que respiran todos los activistas revolucionarios y subversivos: es el siglo XX hasta el nacimiento de su nuevo dios: la Bomba Atómica), aún nos queda la Gramática, sí, pero si Griffith había sentado las bases de la gramática del cine en su versión MRI, Vertov fundaría un nuevo lenguaje y su propia gramática.
¿Cuál es ese lenguaje? El del montaje cinematográfico: técnica post-humana.
Hegel y Heidegger se dan la mano y se van al cine: ¿qué ven? “El hombre de la cámara”, o mejor, del aparato. Y no con ni y, sino “del”: el hombre dentro del aparato. La simbiosis hombre-máquina aparece de manera explícita aquí: el ojo del hombre es ya el objetivo. Superhombres inhumanos dotados de aparato que ocupan el espacio desde lo más grande (como enormes Saturnos sobre la ciudad) a lo más pequeño (en el interior de una jarra de cerveza). Hombres-cámara que lo graban todo, en un torrente de imágenes sin narración ni personajes. ¿Película difícil? La de Vertov, evidentemente, lo es.
“El hombre del aparato” es un hito en la historia de la cinematografía no sólo por ser la antítesis del cine establecido por el modelo narrativo americano (en ese caso, también son hitos los filmes experimentales de Ferdinand Leger, René Clair o Luis Buñuel), sino también por proponer un modo de hacer casi religioso. En ese sentido el filme es un artefacto explosivo. La persecución de Vertov de la “Verdad del Cine” abre una senda que, desde entonces y en los márgenes, ha sido transitada por unos cuantos hombres-máquina, o mejor, hyponematas (Ángel Gabilondo, actual Ministro de Educación dixit) fílmicos que se autoescriben a sí mismos. Prótesis del orígen y tecnologías de la persona.
(sigue en spoiler)
Gesto Fundacional I. El trauma.
El No de Vertov aparece al final de la década de los años 20. Es un No, primeramente, al cine de propaganda post-leninista que desarrollaba Eisenstein. Pero es, sobre todo, un No al Sueño de Zukor y su Gran Fábrica. Como gesto fundacional y ortológico, la negativa de Vertov repite el trauma de Antígona: abre un nuevo decir, una nueva tabla de la ley. Hablando en burchiano, se diría: abre un Modo De Representación Alternativo frente al Modo De Representación Institucional. En un mundo sin dioses (que definitivamente es el escenario en que respiran todos los activistas revolucionarios y subversivos: es el siglo XX hasta el nacimiento de su nuevo dios: la Bomba Atómica), aún nos queda la Gramática, sí, pero si Griffith había sentado las bases de la gramática del cine en su versión MRI, Vertov fundaría un nuevo lenguaje y su propia gramática.
¿Cuál es ese lenguaje? El del montaje cinematográfico: técnica post-humana.
Hegel y Heidegger se dan la mano y se van al cine: ¿qué ven? “El hombre de la cámara”, o mejor, del aparato. Y no con ni y, sino “del”: el hombre dentro del aparato. La simbiosis hombre-máquina aparece de manera explícita aquí: el ojo del hombre es ya el objetivo. Superhombres inhumanos dotados de aparato que ocupan el espacio desde lo más grande (como enormes Saturnos sobre la ciudad) a lo más pequeño (en el interior de una jarra de cerveza). Hombres-cámara que lo graban todo, en un torrente de imágenes sin narración ni personajes. ¿Película difícil? La de Vertov, evidentemente, lo es.
“El hombre del aparato” es un hito en la historia de la cinematografía no sólo por ser la antítesis del cine establecido por el modelo narrativo americano (en ese caso, también son hitos los filmes experimentales de Ferdinand Leger, René Clair o Luis Buñuel), sino también por proponer un modo de hacer casi religioso. En ese sentido el filme es un artefacto explosivo. La persecución de Vertov de la “Verdad del Cine” abre una senda que, desde entonces y en los márgenes, ha sido transitada por unos cuantos hombres-máquina, o mejor, hyponematas (Ángel Gabilondo, actual Ministro de Educación dixit) fílmicos que se autoescriben a sí mismos. Prótesis del orígen y tecnologías de la persona.
(sigue en spoiler)
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Spoiler:
Gestos Fundacionales II. Repeticiones.
Los “kinoks” son los seguidores de Vertov. En principio, Él mismo, su mujer, su hermano. El gesto subversivo es siempre una llamada a la gestación de la comunidad inconfesable. La repetición sintomática del trauma vertoviano se da en la mística bressoniana acerca del cinematógrafo como forma de vida y visión: la fuerza eyaculatoria del ojo y la verdad captada por la cámara dejada sola. Se itera en la vida y obra de Jonas Mekas quien, sin lugar en la tierra, habita el cine y filma su propia vida con el mismo método-río que usara Vertov, recuperando así el paraíso perdido. En Joris Ivens, que viajó por el mundo con su cámara filmando la verdad y acabó en China filmándose a sí mismo, buscando el viento en “Historia del viento”. En Jean Rouch y el afán etnográfico que también tiene aquí su origen igual que en Flaherty, y que muestra la verdad de una generación en su “Crónica de un verano”, donde el hombre-cámara (aquí el propio Rouch y Edgar Morin) es también parte de la realidad y no es ob-sceno. Y se reitera, sobre todo, en la obra de Godard: un pequeño gesto, una gran gesta la de, no sólo sacar la cámara a la calle o escribirse a uno mismo con ella, sino cederla, en continuísmo comunal, a los obreros, en todos los artefactos filmados por el grupo “Dziga Vertov” a finales de los sesenta y principios de los setenta. Y no digamos en su propia invención de la historia del cine, cámara de video mediante. Por último, cerrando este exiguo grupo de kinoks (hay más que no hay hueco para nombrar, pero el club es bien selecto), me gustaría mencionar a ese monje armenio cuya obra, montada de forma musical y metronómica, devota de la actitud religioso-fílmica de Vertov, ocupa apenas 200 minutos de metraje ¡en 40 años!: Artzivald Pelechian.
Todos ellos son los kinoks, los herederos de Vertov. Los que, parafraseando a Zizek, llevan a cabo un ignoto mandato: “Repetir Vertov”. Los habitantes de un territorio inexpugnable, redentor y utópico: el cine.
Coda 1.
Hitchcock confesaba a Truffaut que había dos tipos de cineastas. Los que venden trozos de vida y los que venden trozos de pastel. Él vendía inmensasn y orondas tartas. Vertov, con su torrente inaprensible, no creador de suspense sino suspendido, no vende nada. Lo que aparece en sus imágenes es, justamente y en sus propias palabras, “la vida de repente”.
Coda 2.
En “El cameraman”, película de Búster Keaton rodada dos años antes que “El hombre de la cámara”, tiene, además del título, una escena premonitoria: el personaje de la cámara, por error, ha montado locamente los planos que exhibe a los productores. Las imágenes, mágicamente, recuerdan a la película de Vertov, dos años antes. Imagen compartida, planos torcidos, montaje retrofuturista y acelerado. Los productores, esos Zukors, Foxes y Warners fabricantes de sueños que se han alimentado de mentiras, se tapan los ojos con los brazos: no soportan la visión de la verdad, des-ocultada, filmada, de repente.
Los “kinoks” son los seguidores de Vertov. En principio, Él mismo, su mujer, su hermano. El gesto subversivo es siempre una llamada a la gestación de la comunidad inconfesable. La repetición sintomática del trauma vertoviano se da en la mística bressoniana acerca del cinematógrafo como forma de vida y visión: la fuerza eyaculatoria del ojo y la verdad captada por la cámara dejada sola. Se itera en la vida y obra de Jonas Mekas quien, sin lugar en la tierra, habita el cine y filma su propia vida con el mismo método-río que usara Vertov, recuperando así el paraíso perdido. En Joris Ivens, que viajó por el mundo con su cámara filmando la verdad y acabó en China filmándose a sí mismo, buscando el viento en “Historia del viento”. En Jean Rouch y el afán etnográfico que también tiene aquí su origen igual que en Flaherty, y que muestra la verdad de una generación en su “Crónica de un verano”, donde el hombre-cámara (aquí el propio Rouch y Edgar Morin) es también parte de la realidad y no es ob-sceno. Y se reitera, sobre todo, en la obra de Godard: un pequeño gesto, una gran gesta la de, no sólo sacar la cámara a la calle o escribirse a uno mismo con ella, sino cederla, en continuísmo comunal, a los obreros, en todos los artefactos filmados por el grupo “Dziga Vertov” a finales de los sesenta y principios de los setenta. Y no digamos en su propia invención de la historia del cine, cámara de video mediante. Por último, cerrando este exiguo grupo de kinoks (hay más que no hay hueco para nombrar, pero el club es bien selecto), me gustaría mencionar a ese monje armenio cuya obra, montada de forma musical y metronómica, devota de la actitud religioso-fílmica de Vertov, ocupa apenas 200 minutos de metraje ¡en 40 años!: Artzivald Pelechian.
Todos ellos son los kinoks, los herederos de Vertov. Los que, parafraseando a Zizek, llevan a cabo un ignoto mandato: “Repetir Vertov”. Los habitantes de un territorio inexpugnable, redentor y utópico: el cine.
Coda 1.
Hitchcock confesaba a Truffaut que había dos tipos de cineastas. Los que venden trozos de vida y los que venden trozos de pastel. Él vendía inmensasn y orondas tartas. Vertov, con su torrente inaprensible, no creador de suspense sino suspendido, no vende nada. Lo que aparece en sus imágenes es, justamente y en sus propias palabras, “la vida de repente”.
Coda 2.
En “El cameraman”, película de Búster Keaton rodada dos años antes que “El hombre de la cámara”, tiene, además del título, una escena premonitoria: el personaje de la cámara, por error, ha montado locamente los planos que exhibe a los productores. Las imágenes, mágicamente, recuerdan a la película de Vertov, dos años antes. Imagen compartida, planos torcidos, montaje retrofuturista y acelerado. Los productores, esos Zukors, Foxes y Warners fabricantes de sueños que se han alimentado de mentiras, se tapan los ojos con los brazos: no soportan la visión de la verdad, des-ocultada, filmada, de repente.