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Jordirozsa rating:
8
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August 19, 2021
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La franquicia del cine norcoreano, en su sección de terror, ha conseguido hacerse un lugar entre el público, a nivel global, y habría que analizar si estrictamente por sus méritos artísticos, o por la publicidad y producto de moda entre una determinada comunidad constelada de fans que, por encima de los resultados (incluso de mercado), valoran sobretodo la marca y sello de su “denominación de origen”.
“El Teléfono” (2020) (“Call”, en inglés; “Kol”, en Coreano), es una película que cuenta con sus puntos fuertes de realización, pero que no tiene nada que la haga tan original o especial, como se pueda alegar. Todo el márquetin y los fuegos artificiales que se hayan podido hacer para promocionarla, no esconden ningún secreto que convierta el filme en algo memorable, más que por la capacidad de su director, Lee Choong Hyun, de sincretizar estilos, contenidos y formas procedentes de múltiples escuelas.
Técnicamente es más que correcta; estética y formalmente, sosa y fría al principio, despiadada en su parte central, y frenéticamente desbordada y caótica en su conclusión. Su temática no deja de ser una translación al decorado asiático, de un contenido muy sobado en la literatura: el viaje en el tiempo, explicado a partir de la interacción de dos planos que convergen en la resolución de una trama sin demasiadas sorpresas.
He visto como en varios comentarios y críticas se raja sistemáticamente de muchas cintas norteamericanas, británicas… de lo que se podría llamar “el mercado cinematográfico occidental”, tachándolas de copiar, plagiar o adaptar ideas “orientales”, con el insostenible argumentario de que no quedan “mentes creativas” en lo artístico.
Sin embargo, (y no me considero ni mucho menos experto en el cine coreano tan alabado los últimos lustros; es más, creo que “Call” es una de mis primeras incursiones en este mundo, sinó la primera), asisto atónito a la réplica del recurso que Lee Choong Hyun usa para desarrollar el guion, bastante clavadita a “Frequency” (2000), de Gregory Hoblit, y con libreto de Toby Emerich, y que Dennis Quaid y Jim Caviezel protagonizaron hace veinte años, sumergiéndonos en la fantasía de poder cambiar los acontecimientos pasados, deshacer lo hecho, dar al ser humano el poder de convertir en acto la realidad del “y si…”, de ese condicional imposible en lo empírico, pero vivo siempre en nuestra ficción cognitiva de las coordenadas pasado – presente – futuro. El delirio del control de lo acaecido que nos mola tanto experimentar en lo lúdico, la “repetición de la jugada”, el “rewind” que nos permite re visionar algo a lo que queremos volver porque nos ha gustado o queremos percibir mejor; el reinicio de pantalla en los juegos de ordenador y de los videojuegos, aplicando habilidades adquiridas para hacer mejor y superar una prueba… aquello que nos aparta de las cosas de la vida real, donde una vez consumadas, ya no hay remedio ni marcha atrás.
Esta misma fantasía es la que vemos protagonizar a Guy Pearce (2002) en el remake que Simon Wells hizo de “The Time Machine” (1960), con Rod Taylor.
En “Kol” casi lo mismo, pero en clave terrorífica y macabra, en diferente inversión y disposición harmónica del acorde que forman los personajes en la historia. Por lo tanto, quien esté familiarizado con este fondo argumental, se dará cuenta de que la apuesta coreana no es tan pretendidamente innovadora como se ha vendido. Se trata del mismo tópico, en el convencional ambiente de una sociedad occidentalizada; de modo que lo que pasa en Corea, podría haberse situado perfectamente en New York, en London, en Moscú en París, en Maputo o en Buenos Aires.
La fotografía, bien cuidada, cumple la función de mantener la casa como epicentro de los acontecimientos que se suceden durante todo el metraje, en relación con otras localizaciones accesorias, no exentas de belleza y correcto ajuste de encuadre.
La sucesión de planos casa en consonancia con el ritmo narrativo, y en su momento, cercano a la resolución de la trama, no escatima en efectos visuales para hacernos lo más explícitos posible, con el lenguaje visual, los procesos de transformación que se producen como consecuencia de la llamada “paradoja del tiempo”; a saber, según lo que cambia en el pasado, las modificaciones que se dan en la realidad del presente de todos y cada uno de los personajes.
Siguiendo, pues, los dictados y preceptos del guion, paralelamente a éste, el discurso de lo visual sigue la evolución marcada en consonancia, pasando del bucólico, idílico y preciosístico relato inicial, al frenético, alocado y caótico desenfreno (sucesivamente) a medida que nos acercamos a una resolución que se resiste a concluir; de lo más descriptivo y detallista, a las más saturnales y descarnadas ráfagas de planos y efectos, que acompañan el trepidante final.
Un tal “Dalpalan” (en su casa le conocen mejor que yo), firma una infecta banda sonora original, si es que se le puede llamar así a una partitura que no llega ni al estándar de convencional, que hace la misma función de adorno que una planta artificial para rellenar el espacio narrativo extradiegético. Traducido a lo culinario, sabe mejor un churro frito con aceite de girasol del malo; lo que una de esas hojas de plástico en el fondo de un plato de “sushi”, hace preferible una triste hoja de lechuga por muy mustia que esté.
Ni tan siquiera se digna a usar como recurso las singularidades culturales propias del contexto geográfico, que sobre un fondo orquestal con mínima calidad, habría elevado la categoría de la película. Una muestra de la ignorancia o, lo que sería peor en su caso, la negligencia de Chung-Hyun Lee, en contribuir con una composición decente, a hacer de su producto un todo artístico de mayor caché.
“El Teléfono” (2020) (“Call”, en inglés; “Kol”, en Coreano), es una película que cuenta con sus puntos fuertes de realización, pero que no tiene nada que la haga tan original o especial, como se pueda alegar. Todo el márquetin y los fuegos artificiales que se hayan podido hacer para promocionarla, no esconden ningún secreto que convierta el filme en algo memorable, más que por la capacidad de su director, Lee Choong Hyun, de sincretizar estilos, contenidos y formas procedentes de múltiples escuelas.
Técnicamente es más que correcta; estética y formalmente, sosa y fría al principio, despiadada en su parte central, y frenéticamente desbordada y caótica en su conclusión. Su temática no deja de ser una translación al decorado asiático, de un contenido muy sobado en la literatura: el viaje en el tiempo, explicado a partir de la interacción de dos planos que convergen en la resolución de una trama sin demasiadas sorpresas.
He visto como en varios comentarios y críticas se raja sistemáticamente de muchas cintas norteamericanas, británicas… de lo que se podría llamar “el mercado cinematográfico occidental”, tachándolas de copiar, plagiar o adaptar ideas “orientales”, con el insostenible argumentario de que no quedan “mentes creativas” en lo artístico.
Sin embargo, (y no me considero ni mucho menos experto en el cine coreano tan alabado los últimos lustros; es más, creo que “Call” es una de mis primeras incursiones en este mundo, sinó la primera), asisto atónito a la réplica del recurso que Lee Choong Hyun usa para desarrollar el guion, bastante clavadita a “Frequency” (2000), de Gregory Hoblit, y con libreto de Toby Emerich, y que Dennis Quaid y Jim Caviezel protagonizaron hace veinte años, sumergiéndonos en la fantasía de poder cambiar los acontecimientos pasados, deshacer lo hecho, dar al ser humano el poder de convertir en acto la realidad del “y si…”, de ese condicional imposible en lo empírico, pero vivo siempre en nuestra ficción cognitiva de las coordenadas pasado – presente – futuro. El delirio del control de lo acaecido que nos mola tanto experimentar en lo lúdico, la “repetición de la jugada”, el “rewind” que nos permite re visionar algo a lo que queremos volver porque nos ha gustado o queremos percibir mejor; el reinicio de pantalla en los juegos de ordenador y de los videojuegos, aplicando habilidades adquiridas para hacer mejor y superar una prueba… aquello que nos aparta de las cosas de la vida real, donde una vez consumadas, ya no hay remedio ni marcha atrás.
Esta misma fantasía es la que vemos protagonizar a Guy Pearce (2002) en el remake que Simon Wells hizo de “The Time Machine” (1960), con Rod Taylor.
En “Kol” casi lo mismo, pero en clave terrorífica y macabra, en diferente inversión y disposición harmónica del acorde que forman los personajes en la historia. Por lo tanto, quien esté familiarizado con este fondo argumental, se dará cuenta de que la apuesta coreana no es tan pretendidamente innovadora como se ha vendido. Se trata del mismo tópico, en el convencional ambiente de una sociedad occidentalizada; de modo que lo que pasa en Corea, podría haberse situado perfectamente en New York, en London, en Moscú en París, en Maputo o en Buenos Aires.
La fotografía, bien cuidada, cumple la función de mantener la casa como epicentro de los acontecimientos que se suceden durante todo el metraje, en relación con otras localizaciones accesorias, no exentas de belleza y correcto ajuste de encuadre.
La sucesión de planos casa en consonancia con el ritmo narrativo, y en su momento, cercano a la resolución de la trama, no escatima en efectos visuales para hacernos lo más explícitos posible, con el lenguaje visual, los procesos de transformación que se producen como consecuencia de la llamada “paradoja del tiempo”; a saber, según lo que cambia en el pasado, las modificaciones que se dan en la realidad del presente de todos y cada uno de los personajes.
Siguiendo, pues, los dictados y preceptos del guion, paralelamente a éste, el discurso de lo visual sigue la evolución marcada en consonancia, pasando del bucólico, idílico y preciosístico relato inicial, al frenético, alocado y caótico desenfreno (sucesivamente) a medida que nos acercamos a una resolución que se resiste a concluir; de lo más descriptivo y detallista, a las más saturnales y descarnadas ráfagas de planos y efectos, que acompañan el trepidante final.
Un tal “Dalpalan” (en su casa le conocen mejor que yo), firma una infecta banda sonora original, si es que se le puede llamar así a una partitura que no llega ni al estándar de convencional, que hace la misma función de adorno que una planta artificial para rellenar el espacio narrativo extradiegético. Traducido a lo culinario, sabe mejor un churro frito con aceite de girasol del malo; lo que una de esas hojas de plástico en el fondo de un plato de “sushi”, hace preferible una triste hoja de lechuga por muy mustia que esté.
Ni tan siquiera se digna a usar como recurso las singularidades culturales propias del contexto geográfico, que sobre un fondo orquestal con mínima calidad, habría elevado la categoría de la película. Una muestra de la ignorancia o, lo que sería peor en su caso, la negligencia de Chung-Hyun Lee, en contribuir con una composición decente, a hacer de su producto un todo artístico de mayor caché.
SPOILER ALERT: The rest of this review may contain important storyline details.
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Spoiler:
Las actrices Park Shin-Hye y Jeon Jong-seo forman el tándem protagonista, encarnando respectivamente a la inocente (tanto, que las veces parece boba) Seo-yeon, y la que será la malvada Young-sook (a las condenadas, por lo menos en los subtítulos, ya les podrían haber puesto Zipi y Zape o Fortunata y Jacinta, que con esos nombres uno no se aclara).
Ambas, con el respectivo rol de soporte de sus correspondientes madres, interpretadas por Sung-ryung Kim y Lee El, que no por estar en un plano secundario de apoyo, su papel es menos destacable (y quizás mejor elaborado que el de las protas).
Todas ellas sostienen el peso del desarrollo del guion, siendo la función del resto de personajes llanamente accesoria, prácticamente sin relevancia alguna.
El trabajo de las dos principales se supedita completamente a lo marcado en el script, y a un trabajo de realización, claramente inexperto, que las conduce a una imagen exageradamente caricaturesca en las dos partes o bloques de progreso del argumento.
Por encima de unos diálogos que son más bien de puro trámite, son las expresiones, para mi gusto excesivamente realzadas más allá del aspaviento, las que claramente comunican el carácter de sus personalidades, su manifestación, y las transformaciones en ambas. Para que no quede sombra de duda de ello, el director destaca en cada una de ellas, incluso hasta el ridículo (¿a posta?), sus atributos.
La relación entre las dos tipas marca el vuelco del primer bloque de la película, dominado por el misterio y el suspense, a la frenética carrera hasta la conclusión, en la que un giro deja la historia con resabio bastante agrio. A medida que Seo-yeon se va dando cuenta de lo enfermizo y peligroso que se va volviendo su vínculo con Young-sook, se desencadena una carrera por la supervivencia, cuando al inicio parecía una harmónica y simbiótica ligazón de ayuda mútua. En el momento en el que se desvela la auténtica personalidad de la “mala”, parece que ya es demasiado tarde. Hasta puede tomarse como moraleja para todo aquel tipo de afinidades que se establecen actualmente vía chats y redes sociales, que por desgracia hoy está tan al orden del día. De hecho, la misma sustancia del motivo central de este cuento, se podía haber vestido en el entorno de interné.
El malsano rollo en el que derivan los chateos telefónicos de las dos chicas, a través de los distintos espacios temporales, y que termina con una lucha a muerte con la aparición “salvífica” de la mamá de Seo-yeon, podría leerse perfectamente en clave simbólica, como una lucha consigo misma que experimenta la “heroína”, siendo la otra una especie de proyección de todo lo no deseado en si misma, desde que se abre y se va haciendo cada vez más pronunciada la dualidad antagónica entre ambas. Young-sook podría representar perfectamente ese alter ego que condensa todos los elementos reprimidos del inconsciente: las frustraciones, los deseos no consumados, los instintos destructivos, los proyectos inconclusos… especialmente los relacionados con lo que el paso del tiempo no permite la vuelta al inicio, la segunda oportunidad.
Podemos observar como ello se pone de manifiesto en la saña con la que la malvada se va cargando a todo el mundo; la voracidad (no exenta de sensualismo), con la que devora las fresas, tan apreciadas por Seo-Yon, pero desde otra sensibilidad (recordemos el significado venusinano que culturalmente se asocia a esta fruta, y todo lo relacionado con el amor y la pasión que se le otorga). Fresas y cadáveres aprisionados en la nevera de la represión emocional. Y, finalmente, el predominante rojo en la colección de vestidos que atesora la perturbada Young-sook.
A pesar de sus deficiencias y de no inventar nada, Chung-Hyun Lee recrea, de forma bastante decente, algunas claves de las pasiones humanas, presentes en el imaginario universal. Un bien expuesto repertorio de las conductas y de las miserias propias de nuestra psique, en el escenario de la existencia.
Ambas, con el respectivo rol de soporte de sus correspondientes madres, interpretadas por Sung-ryung Kim y Lee El, que no por estar en un plano secundario de apoyo, su papel es menos destacable (y quizás mejor elaborado que el de las protas).
Todas ellas sostienen el peso del desarrollo del guion, siendo la función del resto de personajes llanamente accesoria, prácticamente sin relevancia alguna.
El trabajo de las dos principales se supedita completamente a lo marcado en el script, y a un trabajo de realización, claramente inexperto, que las conduce a una imagen exageradamente caricaturesca en las dos partes o bloques de progreso del argumento.
Por encima de unos diálogos que son más bien de puro trámite, son las expresiones, para mi gusto excesivamente realzadas más allá del aspaviento, las que claramente comunican el carácter de sus personalidades, su manifestación, y las transformaciones en ambas. Para que no quede sombra de duda de ello, el director destaca en cada una de ellas, incluso hasta el ridículo (¿a posta?), sus atributos.
La relación entre las dos tipas marca el vuelco del primer bloque de la película, dominado por el misterio y el suspense, a la frenética carrera hasta la conclusión, en la que un giro deja la historia con resabio bastante agrio. A medida que Seo-yeon se va dando cuenta de lo enfermizo y peligroso que se va volviendo su vínculo con Young-sook, se desencadena una carrera por la supervivencia, cuando al inicio parecía una harmónica y simbiótica ligazón de ayuda mútua. En el momento en el que se desvela la auténtica personalidad de la “mala”, parece que ya es demasiado tarde. Hasta puede tomarse como moraleja para todo aquel tipo de afinidades que se establecen actualmente vía chats y redes sociales, que por desgracia hoy está tan al orden del día. De hecho, la misma sustancia del motivo central de este cuento, se podía haber vestido en el entorno de interné.
El malsano rollo en el que derivan los chateos telefónicos de las dos chicas, a través de los distintos espacios temporales, y que termina con una lucha a muerte con la aparición “salvífica” de la mamá de Seo-yeon, podría leerse perfectamente en clave simbólica, como una lucha consigo misma que experimenta la “heroína”, siendo la otra una especie de proyección de todo lo no deseado en si misma, desde que se abre y se va haciendo cada vez más pronunciada la dualidad antagónica entre ambas. Young-sook podría representar perfectamente ese alter ego que condensa todos los elementos reprimidos del inconsciente: las frustraciones, los deseos no consumados, los instintos destructivos, los proyectos inconclusos… especialmente los relacionados con lo que el paso del tiempo no permite la vuelta al inicio, la segunda oportunidad.
Podemos observar como ello se pone de manifiesto en la saña con la que la malvada se va cargando a todo el mundo; la voracidad (no exenta de sensualismo), con la que devora las fresas, tan apreciadas por Seo-Yon, pero desde otra sensibilidad (recordemos el significado venusinano que culturalmente se asocia a esta fruta, y todo lo relacionado con el amor y la pasión que se le otorga). Fresas y cadáveres aprisionados en la nevera de la represión emocional. Y, finalmente, el predominante rojo en la colección de vestidos que atesora la perturbada Young-sook.
A pesar de sus deficiencias y de no inventar nada, Chung-Hyun Lee recrea, de forma bastante decente, algunas claves de las pasiones humanas, presentes en el imaginario universal. Un bien expuesto repertorio de las conductas y de las miserias propias de nuestra psique, en el escenario de la existencia.