Hay unas Hespérides en la Polinesia Francesa donde las ninfas se encargan de alejar las preocupaciones y aligerar las cargas. El mal está proscrito. Se le sustituye con un infantil gamberrismo a lo Bud Spencer y Terence Hill, más divertido que peligroso, entre botellas de ron y collares de flores, tumultuosos marinos que surcan los mares. En las Hespérides impera la felicidad y no hay desigualdades de raza. La fortuna llega a todos de tal manera que esencialmente apenas hay muchas diferencias entre pobres y ricos. En todo caso, el rico no incomoda al pobre con su ostentación y el pobre está contento con las atenciones que le dispensa el rico. No hay paternalismo porque verdaderamente los que dirigen son como los padres para con sus hijos, benévolos correctores de posibles excesos, portadores de los mejores frutos de la civilización, bienes que recibe agradecido el humilde buen salvaje, orgulloso, por otra parte, de sus viejas costumbres y creencias. Y el poder se ejerce sobre todo para organizar modestas pero sentidas celebraciones comunitarias. El Jardín de las Hespérides es tan bello que no cabe la desdicha. Recalan allí por mediación del azar marineros errantes, irlandeses heterodoxos, luchadores del Ejército del bien, y bienintencionados nómadas. El Jardín de las Hespérides es la patria del deseo, donde solo es legítima la pugna por el amor. El que va allí pierde el recuerdo de su oxidado pasado y encuentra sus raíces y el amor imperecedero. El paraíso es posible para los hombres de buena voluntad, lejos de aquí, en las Hespérides, allá en la Polinesia Francesa.