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Ludovico rating:
10
Drama Year 1889. German philosopher Friedrich Nietzsche witnessed the whipping of a horse while traveling in Turin, Italy. He tossed his arms around the horse's neck to protect it then collapsed to the ground. In less than one month, Nietzsche would be diagnosed with a serious mental illness that would make him bed-ridden and speechless for the next eleven years until his death. But whatever did happen to the horse? This film, which is Tarr's ... [+]
Language of the review:
  • es
November 29, 2011
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Seis días, según el Génesis, tardó Dios en hacer el mundo; los mismos que tarda Béla Tarr en deshacerlo. Si el texto bíblico narra simbólicamente el paso de las tinieblas a la luz, la última película de Tarr es una alegoría, desarrollada en el mismo lapso de tiempo, sobre el trayecto inverso, de la luz a las tinieblas, que el mundo parece empeñado en recorrer.

“El caballo de Turín”: final apoteósico para una breve pero deslumbrante carrera cinematográfica, si es que Tarr cumple lo afirmado y no vuelve a hacer más cine. Atrás quedarán, en todo caso, cuatro películas que se cuentan, en mi opinión, entre las más grandes de la historia de este arte: “Armonías de Werckmeister”, “Satántangó”, “El hombre de Londres” y “El caballo de Turín”. No sé si Tarr reconsiderará o no su decisión, pero la película tiene toda la pinta de ser no sólo una síntesis (hay ahí múltiples ecos de sus films anteriores) sino también un punto final. Personalmente lamentaría que así fuera, pero no dejo de entenderlo. ¿Qué contar después de “El caballo de Turín”?

En mi crítica a “El hombre de Londres” trataba de esbozar una posible andadura seguida por Béla Tarr en su itinerario fílmico. Aquí el colofón se plantea de manera explícita: por más que los turiferarios de la modernidad no dejen de darnos la tabarra con sus cantos al progreso, con los “prodigios” de la ciencia y de la técnica y las supuestas excelencias de la democracia y el humanismo contemporáneo, para cualquier mente no completamente obnubilada por la estulticia homicida de los medios de comunicación, el mundo se hunde, día a día, en las tinieblas. Ya no es posible mantener encendida la llama del espíritu: tomando el relevo al Janos Valushka de “Armonías...”, el personaje sin nombre encarnado por Erika Bók lo hace aquí, mientras puede, alimentando cada día, hasta el último instante, el fuego del hogar. Pero la luz y el calor huyen definitivamente de este mundo.

Y ¿qué hacer ahora que «el desierto avanza», ahora que «ya no hay un arriba y un abajo», ahora, que «cae continuamente la noche» y «vagamos errantes a través de una nada infinita»? Ese mismo personaje --uno de los más impresionantes que he visto nunca en la pantalla-- lo propone sin palabras: en silencio, con la mente clara y serena, seguir sencillamente con lo que corresponda al instante: por ejemplo, remendar la ropa, si es eso lo que toca, aun en la inmediatez misma del final. Así, sin una palabra de queja ni de cólera, sin una muestra de debilidad, sin un gesto innecesario, siempre con los movimientos justos, precisos, con la dignidad glacial de quien no necesita saber nada más, con la callada entereza de quien en soledad asume su destino, esperar, sin inmutarse, a que el momento llegue. ¡Qué muestra de dignidad superior ante la mediocridad convertida en norma!

Literalmente estremecedor --incluso en el recuerdo-- el último de los treinta planos que componen la película. ¿Hace falta filmar algo más después de eso?
Ludovico
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