Al margen de que no viví los ochenta ni mi paso por la universidad en una cofradía de estudiantes integrada por bateadores de béisbol, uno, que es humano, está de acuerdo con Terencio cuando decía que nada de lo humano le era extraño, máxime si se habla de algo que se ha visto cien mil veces en películas, telefilmes y series de televisión, como es el caso.
La sospecha de que el nombre del prestigioso director proyecta sobre la película una luz que, en sí misma, no tiene y que, de haber sido dirigida por un desconocido, nadie le habría prestado más atención que a cualquiera de las cien mil películas similares a ésta, surge a los pocos minutos de empezar la película, cuando se produce el primer diálogo ágil entre los protagonistas y descubrimos que estamos, una vez más, ante un coro de personajes esterotipados que recitan un guion con tal desenvoltura, que todo parece ensayado. De hecho, buena parte de los diálogos, son bromas o puestas en escena de situaciones que sólo pueden ser creíbles si consideramos que la pandilla de amigos protagonista las han acordado y ensayado previamente.
Personajes que no son tales, sino clichés acuñados en cada telefilm de sobremesa de los 80, situaciones y diálogos sin el menor interés que, al menos en mí, producen un efecto contrario al que, sospecho, buscaba el film: nostalgia del pasado, carpe diem, juventud divino tesoro, etc... Si yo hubiera tenido una juventud como esa, cada día besaría los suelos de la madurez por haberme acogido y refugiado de tanta banalidad.
Puestos a salvar algo: la banda sonora y el buen ritmo de la historia, claro que sería imperdonable que algo que se ha contado tantas veces, se contara con torpeza.