Sé de una chica que trabajó aquí, en España, para un abogado del pelaje del Púgil. Un abogado, el jefe de esta chica, perseguido también por la justicia, de relaciones sorprendentes con alguna de las habituales de la prensa rosa y metido, en el ínterin, a político. Y siempre dijo esta chica que con ese tipo aprendió el oficio y, lo que es igual de importante, los trucos del oficio.
Aunque esta LEGÍTIMA DEFENSA es la de John Grisham, el inicio a lo Dashiell Hammett y casi todo el desarrollo posterior, con tintes de Raymond Chandler o de Ira Levin, hacen que de la película se desprenda un aire de novela negra que no suele ser habitual en el cine de Coppola. Por lo demás, hay que destacar a Matt Damon, encasillado por entonces en papeles de jóvenes con gran proyección intelectual, y a toda una cohorte de grandes secundarios, empezando por Danny DeVito y concluyendo en la bella Julieta -a un mismo tiempo la enfermedad y su cura- Danes, recién llegada de las playas de Verona.
Buena adaptación. A pesar de que, a mi juicio, el hecho de que en todo momento se trate de acercar el mundo del derecho a un lego muy lego, aun siendo un loable propósito, le quite a la cosa una buena dosis de verosimilitud. Algo, esto de la verosimilitud, dicho sea con la venia, que tampoco suele ser común en el cine de Francis Ford Coppola, enciclopédico conocedor del oficio y de los trucos de su oficio.