El hecho de que el guión esté salpicado por la sensibilidad femenina es algo que se aprecia de inmediato, fíjense sino en la elegancia del retrato de los personajes del dicho sexo, la manera de la que queda retratada su esencia, su sensibilidad y... su anhelo, como cuando suspiran por estos hombres majestuosos (todos ellos actores de buena planta y con cierto saber estar) que las ven como un trozo de carne con el que paliar sus necesidades primarias. Y ellas encantadas de la vida, en realidad no desean otra cosa. Su proyecto de vida empieza y acaba en desearlos. Pero también hay que tener en cuenta que les ha tocado mucho sufrir; pues a muchos les ha faltado amor, así que no nos queda otra que empatizar con ellos, así como celebrar su reclamo al derecho de lo que les corresponde por decreto, solo por haber nacido.

Y es verdad, ¿para qué hay que esforzarse en conquistar, respetar, amar a una mujer si "a todas se les ponen los ojos en blanco cuando ven una buena polla"? Menudo delirio. ¿A quién se le podría ocurrir semejante desfachatez?

Como en toda película de calidad humana, que habla desde lo profundo del corazón, no podía faltar la autocomplacencia y la mitificación gratuita, un sentido autobombo que manifieste la grandeza de la naturaleza de nuestros talentosos héroes, ilustres artistas, de todo aquello que los hace más especiales que a nadie. Tenemos que compadecernos de ellos, adorarlos, así como quedar con el alma en vilo cada vez que nos es revelada una nueva arista de la especial sensibilidad que los hace tan maravillosos y humanos.

Con películas como esta, que las actrices, hoy en día tan respetadas y queridas por todos, tenían que servir en el cine únicamente como objeto de satisfacción de los instintos más básicos del público (y sobre todo de los hacedores del arte) para poder vivir de la profesión es una declaración pública.

Ahora bien, han pasado treinta años. Estamos sembrando la cosecha, ¿no os dáis cuenta todavía?