Para acceder a Godard en cualquiera de sus etapas y prolífica filmografía hay que tener ganas de ver cine y abrir la mente.

Es la única manera de poder admirarle y soportarle a partes iguales. La que nos ocupa se considera una de sus obras más emblemáticas de esas que levantan ampollas, se magnifican o se detestan. En cualquier caso su mayor logro es que rezuma libertad que se desborda en un tratamiento formal y narrativo que resquebraja todos los moldes y abre todas las puertas desbrozando caminos para todo aquel que quiera seguirlos sin miedos.

Fue un fracaso comercial Es entendible. El rollo macabeo que sirve de excusa basado muy tenuemente en la novela «Obsesión» (1962) del novelista policiaco Lionel White fue deviniendo hasta momentos antes de su rodaje en un collage de todo lo que bulle, que es mucho fruto de su época, por la mente del director en ese momento; desde sus reivindicaciones políticas y denuncias a la guerras, como su separación de Ana Karina, pasando por su relación de amor/odio con el cine norteamericano, su sentido del humor, su crítica social..,etc, etc, etc. Una amalgama efervescente que da lugar a una tragicomedia romántica, con momentos de una belleza depurada y donde la batería de recursos que utiliza el director van allá donde llega su imaginación y su imaginario artístico recurrente.

Belmondo que no fue la primera opción (Godard pensaba en Richard Burton) y Ana Karina son una suerte de Bony y Clide sui generis que nadan como pez en el agua en ese caldo libre y surrealista que les sirve Godard. Se supone que director y actores improvisaban cosa que desmiente Karina alegando todo lo contrario.

El uso del color como elemento dramático marca de la casa y la estupenda fotografía en Technicolor de Raúl Coutard en la impecable copia restaurada que vi, hacen aún más vívida esta stravaganza del loco Godard.

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