No resulta fácil acercarse a Ocho y medio cincuenta años después de su estreno, probablemente por su planteamiento con elementos surrealistas y porque, al ser despojada de su contexto originario, sea más difícil comprender la totalidad de su planteamiento.
Ocho y medio, una de las cumbres del cine felliniano, es una lúcida reflexión sobre la inspiración y la creación cinematográfica, tal vez la más brillante de todas las que se han hecho (hasta Woody Allen la homenajeó en su poco valorada Stardust Memories, aquí traducida como Recuerdos). El personaje de Guido Anselmi, interpretado brillantemente por Marcello Mastroianni, funciona como alter ego de Fellini, quien rodó esta película después del exitazo de La dolce vita, que lo sumió de manera repentina en la vorágine de la fama, que casi le resulta fatal, y que tuvo que exorcizar con Ocho y medio.
En los tiempos que corren, habría que acercarse a Ocho y medio en busca de destellos de lucidez y para admirarse con la belleza de muchas de sus imágenes, pero sin ambicionar la comprensión de la totalidad de su planteamiento. Merece la pena deleitarse con muchas de sus escenas, con la fluidez de la narración y con la aparente sencillez con que Fellini se aproxima a un tema tan escurridizo como la creación artística. Aunque es una película muy intelectual, tal vez resista si se la mira con ojos hedonistas. Hagan la prueba.