Ken Russell es un director inteligente, y como tal, se recrea en el mal a todos los niveles. Disfruta con el sexo en cantidad industrial, y se burla de Dios y del Diablo, del Rey y del Papa. Al espectador lo respeta, porque si analizamos con rigor esta película, sí encontramos trasfondo, otra cosa es que Russell lo envuelva a su modo y manera. Si la película ya es costosa de por sí en el terreno económico, esos decorados blancos, impolutos y alejados de la realidad arquitectónica del siglo XVII, son el producto onírico y surrealista que envuelve la obra; y es más, en este contexto es donde Russell hace su jugada maestra, pues mezcla realidad con irrealidad de un modo apasionante, con el telón de fondo de un caso espeluznante de la Francia de Luis XIII.
Imposible la indiferencia ante este filme, para los que desconozcan la historia y busquen las fuentes reales, encontrarán cómo la película es fiel y verosímil a pesar de los excesos sexuales y ornamentales. Qué importa que los músicos lleven instrumentos musicales impropios de la época, lo importante es desmenuzar esa extraña historia de posesión, analizar a ese maniaco sexual llamado Grandier con el aire de un neo-sacerdote que pretende imponer su propia religión exclusivamente en base a sus propios postulados. Me importa saber que esas monjitas eran en realidad adolescentes más cercanas a la Edad Media que a la Edad Moderna, cuya represión sexual y su encierro monástico las hizo enfermar. Y me importa la recreación pictórica y cinematográfica de la obra, que impactan y que me resultan novedosos, aún viendo esta película cincuenta años después de su estreno.
Sobresaliente, no puedo decir otra cosa, y a quien no le guste, que tire el dvd a la basura. Mal hecho tirarlo porque es difícil de encontrar y se re-venden a buen precio.