Se supone que el tío de azul (blue shirt guy) que vive encerrado en un mundo ficticio donde todos sus actos están programados de antemano se libera pasando a ser el tío libre (free guy, el título de la película); pero esta transformación se produce en un entorno en el que tanto a él como a nosotros los espectadores nos van pastoreando cual borregos indicándonos cómo debemos hablar, pensar e incluso qué clase de humor es aceptable. Todo ello, por supuesto, en un entorno donde no faltan todo tipo de cuotas, cupos, representatividades, visibilidades, empoderamientos y demás normativas que, nada libremente, vienen impuestas en todo producto que desee ver la luz últimamente sin ser atacado o directamente censurado (pero por nuestro bien, por supuesto). ¿Quienes somos nosotros para decidir lo que nos gusta, lo que aceptamos o lo que nos hace gracia, cuando nos lo pueden dar todo bien masticadito en la comodidad de una butaca, aderezado además con actores famosos, sonido en ocho canales y efectos especiales de última generación?

Mientras en Matrix los humanos luchaban contra las máquinas para vivir libremente en el mundo real, aquí el cambio radica en pasar de un mundo virtual con unas normas impuestas, a otro mundo que pretenden convertir en el real con otras normas igualmente impuestas por la propia película, el nuestro.

Hasta el propio producto es una muestra de su propia hipocresía: Una producción de la industria cinematográfica más poderosa del mundo, repleta de ideología y en la que ha invertido un montón de millones pensando en recaudar un montón mucho más grande, con un guión en el que luchan contra una malvada corporación que sólo piensa en ganar dinero manipulando a sus usuarios.

Una paradoja en un bucle perverso, que daría risa si no fuera porque da miedo. Porque, visto lo visto, parece que funciona.