"En el estanque dorado" es todo lo remilgada y almibarada que parece y más, y es sólo lo mucho que transmite y lo fácil de ver que es lo que logra torear lo anterior. Se distancia de sus hermanas "Adivina quién viene esta noche" y "Paseando a Miss Daisy", hijas del cine americano más buenista que, a un milenial como yo, tanto azúcar se le hizo bola, y aunque esta bordea esa sensación peligrosamente, algo tiene que la libera de ese aciago club.

La película no tiene mucho, es más sencilla que el mecanismo de un chupete, y quizás ahí radica su éxito. Pocos matrimonios tan ancianos hay como ellos, tan bien avenidos, pero los hay y esa existencia minoritaria les convierte, a la vez, en verosímiles e interesantes. Más común es la relación entre padre e hija, muchas como ella he conocido: hijas (e hijos) que entienden la relación con alguno de sus progenitores como una batalla interminable, no por su culpa, evidentemente, sino por unos padres cuya generación les imposibilitó ser cariñosos, ya fuese por orgullo o por pura infelicidad. También es absolutamente creíble, y gozosa, la relación que establecen esos ancianos con el hijo del nuevo novio de su hija, al que toman como el nieto que nunca tuvieron pero que, al no serlo formalmente, se establece una relación infinitamente más libre y con mayores posibilidades.

En esos tres pilares, en forma de relaciones, se sustenta "En el estanque dorado", una cinta que se deja ver con una facilidad pasmosa, cuyo guión es quizás lo menos lúcido de todo, ya que se le ven las costuras de ser una construcción, junto con un filtro pasteloso, como si la película no lo fuese por sí sola, pero que tales ligeros desaciertos no ensucian todo lo demás. Es lo que parece pero un poco mejor: una aséptica producción para pasar una grata tarde de otoño.