Cuando se cultiva la genialidad de un niño prodigioso, se desconoce hasta qué punto podrá llegar a triunfar. Por lo general, la mayoría de ellos acaban siendo juguetes rotos, caen en desgracia incluso mucho antes de madurar.
Algo parecido les ocurre a los tres hijos del excéntrico Royal Tenenbaum. El padre abandona a sus hijos años atrás. Tras hacer una evaluación de su vida, ya en el ocaso, finge una enfermedad para recuperar a su familia. Todos sus hijos se hayan metidos en un vacío existencial por el fracaso que han resultado sus vidas; pasaron de ser genios a entes desdichados. El uno está lleno de rencor por el alejamiento del patriarca, la otra odia el compromiso y el otro sufre por amor. Los tres hijos acaban volviendo al hogar materno para tratar de autoencontrarse.
Aparentemente la historia necesita de un tono dramático, si se tienen en cuenta estas premisas. Eso en el mundo andersoniano no es cien por cien posible. Anderson imprime a sus películas de esa sempiterna aura absurda e irracional que las hace casi inclasificables, gracias al colorido visual y a la estructuración por capítulos, como si de un cuento se tratase. Y por ello se entremezclan momentos cómico-delirantes junto con otros más amargos. Lo más destacable es la concepción de los personajes a cada cuál más estrambótico, en apariencia, porque en esencia son tristones y cualquiera se puede ver, en cierto modo, reflejado en ellos.
En definitiva, una tragicomedia no apta para aquellos que anden buscando unos personajes convencionales.