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Servadac rating:
8
8.0
4,556
Western. Drama
In Nevada in 1885, two worn out cowboys, Gil (Henry Fonda) and Art (Harry Morgan), ride into Darby’s Saloon and Hotel looking for a drink. Shortly after their arrival, they learn that Mr. Kinkaid, a local resident, has been murdered and his cattle have been stolen. A mob soon forms to find and hang the murderers and rustlers. Yet local merchant Mr. Davies (Harry Davenport), Judge Tyler (Matt Briggs), Reverend Sparks (Leigh Whipper), ... [+]
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- es
February 27, 2010
145 of 149 users found this review helpful
Lo primero que llama la atención en esta cinta es cómo están rodados los caballos. Potencia, control, velocidad. La cámara en su sitio. Dan ganas de vender el coche y de comprarse un purasangre.
Lo segundo, la escena de la diligencia. Ella y él no cruzan una sola palabra y, sin embargo, todo queda meridianamente dicho. El juego de miradas habla por sí mismo. Una pequeña historia dentro de la historia. Un apunte emocional que dura lo que dura el paso de la diligencia.
A esas alturas, estás pegado a la pantalla. Intuyes, presientes, paladeas a priori el desenlace.
Lo segundo, la escena de la diligencia. Ella y él no cruzan una sola palabra y, sin embargo, todo queda meridianamente dicho. El juego de miradas habla por sí mismo. Una pequeña historia dentro de la historia. Un apunte emocional que dura lo que dura el paso de la diligencia.
A esas alturas, estás pegado a la pantalla. Intuyes, presientes, paladeas a priori el desenlace.
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Spoiler:
La escena clave cumple todas las expectativas. El mayor Tetley insta a los que estén en desacuerdo con el ahorcamiento a situarse al otro lado. Primera perversión de la justicia: el fiscal no debe demostrar la culpabilidad, es el inculpado quien ha de probar que es inocente. William Wellman nos lo cuenta sin decirlo, haciendo que sean los que están a favor de posponer el linchamiento quienes tengan que moverse. El punto de partida es la condena.
Entra la música, un silbido lírico y sencillo que acompaña el movimiento de los siete disconformes. La melodía cala hasta los huesos. Desemboca en un acorde abrupto que da entrada a un plano que recorre el gesto airado del verdugo colectivo.
La ejecución es un fuera de cuadro y una sombra triple.
Segunda perversión de la justicia: la decisión mayoritaria es siempre respetable. Wellman cuida el pulso narrativo. Su mirada es irónica. No nos presenta una jauría sanguinaria. Nos muestra un simulacro de interrogatorio, una parodia justiciera, como si el asesinato en grupo pudiera ser un acto razonable.
Irrumpe la verdad: son culpables todos menos siete.
William Wellman nos regala un travelín para el recuerdo: ya en el bar, la cámara recorre –nuevamente– los rostros del verdugo colectivo. Caras desoladas, abiertas al abismo de lo irreparable. Por primera vez en toda la película sentimos empatía con el pelotón de linchamiento. Después de semejante plano la lectura de la carta es redundante. El cine no es literatura. Ningún texto puede ser más elocuente (dentro de la propia película) que la fila de gestos en la barra.
La ira lleva al acto infame. El acto infame lleva hasta el remordimiento. El peso de la culpa es infinito y no prescribe. Que Dios se apiade de vosotros –dice el sheriff–. Yo no tendré piedad.
Más allá de las cualidades morales de los individuos, más allá de la escisión maniquea entre buenos y malos, más allá de los principios personales, son los actos los que revisten una carga de bondad o de maldad. Y el acto violento y colectivo es sumamente peligroso. Puede ahogar en su caudal a la justicia.
Entra la música, un silbido lírico y sencillo que acompaña el movimiento de los siete disconformes. La melodía cala hasta los huesos. Desemboca en un acorde abrupto que da entrada a un plano que recorre el gesto airado del verdugo colectivo.
La ejecución es un fuera de cuadro y una sombra triple.
Segunda perversión de la justicia: la decisión mayoritaria es siempre respetable. Wellman cuida el pulso narrativo. Su mirada es irónica. No nos presenta una jauría sanguinaria. Nos muestra un simulacro de interrogatorio, una parodia justiciera, como si el asesinato en grupo pudiera ser un acto razonable.
Irrumpe la verdad: son culpables todos menos siete.
William Wellman nos regala un travelín para el recuerdo: ya en el bar, la cámara recorre –nuevamente– los rostros del verdugo colectivo. Caras desoladas, abiertas al abismo de lo irreparable. Por primera vez en toda la película sentimos empatía con el pelotón de linchamiento. Después de semejante plano la lectura de la carta es redundante. El cine no es literatura. Ningún texto puede ser más elocuente (dentro de la propia película) que la fila de gestos en la barra.
La ira lleva al acto infame. El acto infame lleva hasta el remordimiento. El peso de la culpa es infinito y no prescribe. Que Dios se apiade de vosotros –dice el sheriff–. Yo no tendré piedad.
Más allá de las cualidades morales de los individuos, más allá de la escisión maniquea entre buenos y malos, más allá de los principios personales, son los actos los que revisten una carga de bondad o de maldad. Y el acto violento y colectivo es sumamente peligroso. Puede ahogar en su caudal a la justicia.