Enésimo ejemplo de un fenómeno ciertamente curioso: la especialización de una cinematografía pequeña y periférica como la irlandesa en un nicho de mercado por demás específico, el del horror de bajo presupuesto, repartos mínimos y, sin embargo, “savoir faire” admirable.
Resulta igualmente llamativo el ensañamiento de bastantes usuarios de esta página —no así de la crítica profesional, aquí benévola en general—, quienes deben de haber afrontado “El bosque maldito” con unas expectativas que sólo se explican en tanto hijas de la ignorancia. Me explico: poco cine de terror —y en especial de las últimas dos décadas— tienen que haber visto para tener la cinta que nos ocupa en tan escasa estima.
Porque, salvo por lo que respecta al horrísono título con que se la ha comercializado por estos lares, se trata de una película dignísima, cuyos modestos mimbres trabajan sus responsables con un mimo y un conocimiento de los códigos que bien le vendrían a más de un amanerado director-estrella a fin de dejar de agredir al sufrido aficionado al subgénero con —éstos sí— los bodrios tumefactos hoy de uso.
Lee Cronin, que también firma el guion, se muestra extraordinariamente competente en la construcción de una atmósfera insalubre y sofocante, cocinando el miedo a fuego lento y comodísimo en una ambigüedad que nos deja con la sugestiva incertidumbre de no saber nunca si estamos ante ladrones de cuerpos o señoras pinzadas.
La terrosa fotografía, a cargo de un Tom Comerford al que conviene seguir la pista, contribuye sobremanera a la incomodidad de un espectador sabedor de que se está jugando al despiste con él —y con oficio de trilero encima— desde el magistral planteamiento hasta un desenlace asimismo travieso, y que, no obstante, se presta al retruécano con sumo gusto.