Nunca está de más que el cine se atreva a dar la cara contra los males inherentes a cualquier sociedad, a denunciarlos, a ponerlos en evidencia y a advertir de su peligro, aunque sea con humor. Es algo que se echa mucho de menos, por ejemplo, en España, donde la cobardía de los directores es proporcional a los premios que reciben por sus soporíferas obras que no hablan de nada (póngase el caso de Isabel Coixet).

En fin, es de agradecer que Spike Lee trace un relato con pulso firme sobre la infiltración de unos policías en el KKK, con los momentos pertinentes de tensión, ese constante "a ver cuándo descubren que el poli es un infiltrado", todo rodeado de una estética muy negra, muy de los 70. Y por cierto, los racistas, retratados como lo que en realidad son, una pandilla de idiotas, porque siempre es así, ya sea en EE. UU., en España (donde el fascismo forma parte intrínseca del Estado) o en cualquier otro país.

Es cierto que se le pueden achacar muchas cosas a esta película: que los personajes son planos, y que tanto ellos como la historia son meros resortes para construir el mensaje que el director quiere lanzar. No hay ambigüedades, no hay claroscuros ni zonas de gris, son personajes de cartón piedra al servicio de un mensaje. Pero creo que tampoco pretende ser otra cosa, cada espectador debe decidir si esto le gusta o no.

Por supuesto, una película de este tipo, con este contenido de denuncia, sería ilegalizada en España, o prohibida, o nadie la apoyaría económicamente para distribuirla, porque aquí lo que se lleva es más bien pensar como los del capirote.

La inclusión de la "parte documental", al final de la película, me parece gloriosa y acaba dándole mucho impacto, pese a todos sus defectos.