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El caballo de Turín

Drama Libremente inspirada en un episodio que marca el fin de la carrera del filósofo Friedrich Nietzsche. El 3 de enero de 1889, en la plaza Alberto de Turín, Nietzsche se lanzó llorando al cuello de un caballo agotado y maltratado por su cochero y, después, se desmayó. Desde entonces, dejó de escribir y se hundió en la locura y el mutismo. En una atmósfera preapocalíptica, se nos muestra la vida del cochero, su hija y el viejo caballo. (FILMAFFINITY) [+]
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Críticas 89
Críticas ordenadas por utilidad
17 de octubre de 2015
42 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
La potente anécdota de Friedrich Nietzsche con que se inicia el film da paso a la tragedia cotidiana de una trinidad de seres –caballo, padre e hija– que marchan, sin prisa ni descanso, hacia la noche oscura interminable del no ser. Tres criaturas humildísimas que cifran el destino de una humanidad extraviada. La luz modela cada objeto, excava en ambos rostros, nos lleva de la mano a la extinción.

La mirada oblicua –como tuerta– que a veces percibimos en el padre cuando la iluminación, en sus primeros planos, nos hurta uno de sus ojos, es la mirada inmensamente triste y angustiada del propio Béla Tarr. 'El caballo de Turín', con la presencia obsesiva de ese brazo inmóvil, nos hace sentir que el mundo sufre de hemiplejia. Los huecos –el otro lado de la lanza, cuando quisiéramos que un segundo caballo estuviera uncido a la carreta; la madre ausente, insinuada en la fotografía; la puerta abierta de la cuadra; el "más allá" de la colina con el árbol deshojado– nos llenan de congoja. Es el desasosiego del hombre que camina hacia su fin, un fin sin pompa ni remedio.

Las acciones reiteradas y la música repetitiva –como en un ciclo que no avanza– subrayan el remolino rutinario en que se apagan padre e hija, en su descenso sereno y desolado al Maelström de Edgar Allan Poe. En cada giro, en cada vuelta, un elemento de la vida queda suavemente mutilado: el agua, el calor, el apetito, la luz, las emociones.

La cámara recorre las estancias, en coreografía medida e impecable. Se adentra en ellas y no ofrece contraplanos. Para este autor, que, como él mismo advierte, no confió jamás en las escuelas, el contraplano es el vacío universal. Nunca el negro de un establo fue tan negro, ni el viento tan airado. Nunca dos puertas de madera evocaron de ese modo un ataúd. Del virtuoso primer plano, lleno de furia y movimiento, al plano fijo del final, el tránsito es irrevocable. El ritmo perfecto de la cinta nos hiela el corazón.

Hacia el minuto cuarenta y siete, mientras el padre gruñe –el padre se expresa más con toses y gruñidos que por medio de palabras– creo escuchar un apagado ‘Baszd meg’ [algo así como ‘Fuck you’, ’Fuck it’, ‘Que te den’ o ‘Que le den'] que se escapa de los labios de la hija. Tan dado como soy a la fabulación, veo en ese sonido fantasmal (no traducido en los subtítulos) no tanto una protesta de la hija hacia su padre como un reproche velado que le dirige el director a Dios por no existir. O por dejar que el universo baile al son del tango de Satán.

El viento azota, indiferente. La carcoma ya ha dejado de roer. Dios hizo el mundo en seis jornadas. Y Béla Tarr lo extingue en treinta planos magistrales.



[Texto refundido y ampliado a partir de una reseña publicada en cinemaadhoc.info]
Servadac
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5 de noviembre de 2011
99 de 161 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante, que el talento de este señor húngaro en el manejo de la cámara, la composición, el encuadre, fotografía son espectaculares, solo hay que ver el primero de los innumerables plano-secuencia que abre la película para darse cuenta de ello. Es también evidente la carga existencialista y de trasfondo pseudofilosófico con la que quiere cargar esta sencilla historia.

Que el punto de partida es muy interesante, a partir de un hecho casual que marcaria los últimos años de Nietzsche, gran pensador alemán de 2ª mitad de s.XIX, el cineasta nos cuenta lo que le ocurrió al la otra parte protagonista de dicho suceso, a saber: un tullido campesino turinés, su viejo caballo, y su hierática hija. En el primer día nos muestra con hiperrealismo los cotidianos hábitos de esta rústica familia: metemos el carro y el caballo en el establo, hija desviste y viste al viejo, viejo al catre mientras la hija se sienta a contemplar el panorama por la ventana, hija sale a por agua al pozo y llena dos cubos, hija pone a cocer el agua, y k hay de comer?? lasaña al horno...alomejó, pone sobre la mesa dos papas hervidas y un poco de sal, el anciano devora la patata con su única mano hábil mientras su hija la come poco a poco, viejo a la ventana del tirón, hija recoge los cuencos y desecha las sobras, padre e hija se meten un par de latigazos de aguardiente y a dormir. Esta secuencia se repite 5 veces más!!, eso si cada vez más castigados y degradados por las inclemencias y falta de víveres, sus vidas se van apagando. También salta la sorpresa un par de veces y llega un día un calvo borrachín con diarrea lingüística y otro día se presentan unos gitanos canasteros sedientos y con ganas de guasa. Esto durante dos horas y pico, con una lentitud, alargamiento de planos y aburrimiento exasperante.

Intuyo que el director nos quiere mostrar lo cotidiano, inútil y la carga insoportable de la existencia humana, pero no está inventando nada nuevo, esto ya lo hicieron de una manera mucho más amena, interesante e inspirada Hawks, Ford, Wilder, Allen o Bergman, si no por favor revisen El séptimo sello y verán que nos les miento.

Lastima de talento perdido al servicio del más absoluto sopor.
Eddie Felson
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23 de octubre de 2017
35 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
"La verdad es que en la vida del hombre no sucede absolutamente nada”, desoladora aseveración de Samuel Becket que suscribiría sin reparos nuestro amigo Tarr, que ha recibido prejuiciosos e infundados golpes de un sector de la crítica que desafortunadamente no saben lo que se pierden.
No me consta que Cioran le apasionase el cine, pero creo que haría buenas migas con el cineasta húngaro. Amargo escepticismo, lucidez, visión del absurdo y compasión por los más débiles son los comunes denominadores de ambos. Esta implacable sentencia del genial pensador rumano comulga a la perfección con el universo de Tarr: “ El hastío es tautología cósmica".
La evidente distancia entre Beckett y Cioran, sarcásticos y viscerales, con Tarr, es el sentido del humor, inexistente en el director. La miseria, el horror y el hastío petrifica las miradas, hunde hombros, agacha cabezas, tan solo se trasluce un rictus amargo de estupor mudo. Todo es patético, sombrío y hostil. Incluso la extraña algarabía de los gitanos que descubren el pozo de agua acentúa aún más , si cabe, la desdicha de padre e hija.
Tarr, alérgico a las comas y los puntos seguidos, filma en largos y cadenciosos planos secuencias( marca Dreyer) el via crucis de dos espectrales autómatas, sumidos en una patética rutina de pura supervivencia. Ante el cruel destino, solo queda el gélido silencio y la resignación. Y nosotros, los espectadores, enmudecemos acongojados ante tanto dolor sin sentido, ante un mundo sin Dios, sin redención alguna, condenados a existir como este anciano y su hija, aún muchos de nosotros con el insidioso señuelo de los placeres (“el placer no es más que ausencia de dolor”, afirma contundentemente Schopenhauer), con el autoengaño, quizás padres de unos hijos que no pidieron ni eligieron nacer, o con frágiles esperanzas que se suelen venir abajo con cada contratiempo importante, testigos mudos del derrumbe de todo lo que nos rodea, engreídos o falsos modestos, parlanchines bufones o hipócritas silenciosos…, “todo es vanidad ".
Y a pesar de ello, todo gran arte, como apuntaban Hegel y Schelling, es la forma más elevada y rica de la religión. El nada dogmático Tarr esgrime una plegaria muda y escolafriante a un Dios ausente, algo así como un Bergman sin palabras, un Bresson sin Gracia redentora, un Ford sin auroras ni Ethan salvador ( en aquellos encuadres del exterior desde la penumbra interior de la casa).
Y si recurrimos a la imaginería infernal, ríase usted de las tormentas de Turner, de la desolación glacial de un Friedrich, del Nosferatu de Murnau, de los círculos dantescos, de las premonitorias noches shakesperianas, de aquel poblado en medio de la nada de La última película de Bogdanovich, todos ellos no serían más que Paraísos comparados con la cinta de Tarr, en la que solo hallo un parangón plausible con El viento de Sjolstrom, aunque esta última es aún esperanzadora. Hay un plano general en El caballo de Turín de la carreta con el padre y la hija, anegados por la tormenta de viento y polvo que ya quisieran algunos renombrados maestros del expresionismo alemán.
Hay películas que son más que películas, nos transforman , nos cambian para siempre, nos desnudan, nos leen, estaban ahí, existieron siempre, como una suerte de reminiscencia platónica. Ordet, Vértigo, La evasión, 2001, una Odisea del espacio, Faces de Cassavetes… y ya a este carro sagrado debe engancharse ya El caballo de Turín.

Plegaria muda, blasfemia reprimida ( “blasfemar no es más que una forma de dialogar con Dios”, afirma nuestro querido Juan de Mairena. Tarr se dirige a un Dios ausente, le pide explicaciones del dolor absurdo,, de su deliberado silencio, trata de sacarlo de su ofensivo letargo, pero sin usar palabras altisonantes, sin aspavientos, sin quejas,un Job mudo, solo con el silencio ascético de un cartujo, con la conmovedora compasión hacia estos personajes y por esta actitud, a pesar de su heterodoxia, está profesando valores del evangelismo cristiano, un cristiano sin Dios. Sobra , quizás, la voz en off, innecesaria sobre todo en una película de elocuentes silencios.
El gran arte no es solo la forma más alta de la expresión religiosa, sino que creo que es lo único que da sentido a nuestras vidas por su contenido de esperanza (véase la magna obra de Ernst Bloch). Hasta el mismísimo Cioran afirmaba que escuchaba a Bach para curarse de escepticismo o aquello de “ Dios se lo debe todo a Bach”, que más allá de ser una blasfemia, es el mayor elogio que se le puede hacer a un artista.
Y a pesar de ese retorno de lo mismo, de lo absurdo, de la refutación de cualquier veleidad teleológica en el duro retrato de estos dos personajes, Tarr, sin rencores, deja que ese Dios ausente tenga la última palabra.¿ Hay algo más poético que esta chica, casi analfabeta, tartamudeando palabras sagradas?.
Obra maestra.
pakos
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4 de abril de 2014
32 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un primer tramo de película lo vi adormilado desde la cama echando cabezaditas, lo cual con el cine de Tarr no es inconveniente porqué cada vez que abres los ojos la escena sigue estando ahí. El resto lo vi al día siguiente ya sin somnolencia, aunque tengo que reconocer, sin que sirva de precedente, que hice trampa un par o tres de momentos pulsando el avance rápido del mando.

De la misma manera que en un melodrama ‘mainstream’ los violines indican al público que puede empezar a sacar el pañuelo, un rótulo previo a la acción —por si el título no bastara— que narra la anécdota del encuentro de Nietzsche con un caballo exhausto, no es más que una advertencia nada disimulada y escasamente sutil para que el espectador se ajuste las gafas de pasta y se predisponga a buscarle tres pies al gato (o al caballo, en este caso). No deja de ser curiosa, pues, la concomitancia de recursos y solo en este mismo sentido cabe asumir la estrafalaria y sonrojante presencia, en un film casi sin diálogos y lacónicos cuando estos se producen, de aquella escena donde un vecino entra en la casa de los protagonistas, suelta una larguísima parrafada de profundo calado filosófico y se larga. Aún hoy dudo si la comicidad es involuntaria o se trata de una autoparodia sobre el “mensaje” que se presupone en este tipo de propuestas autorales.

No obstante encuentro innecesarios y sumamente forzados dichos recursos, porqué poco añaden a la poética de un discurso basado en la potencia de la imagen. Su capacidad atmosférica es sencillamente impresionante, a partir del soberbio uso de la iluminación en blanco y negro y de los sonidos, ante todo el incesante viento huracanado, y también la acertada música. En el contraste entre las magníficas primera escena y la final (magistral e inolvidable esta última, probablemente uno de los momentos más pregnantes del cine contemporáneo) se resume muy bien el devastador tránsito entre la luz y la oscuridad, el movimiento y la quietud, el exterior y el interior.

Porqué para mi gusto, Béla Tarr es uno de los más extraordinarios escultores de la luz y del espacio que ha dado el cine en las tres últimas décadas, aunque su gran pretensión, me temo, era la de esculpir en el tiempo. En la poco conocida y valorada “Las aventuras de Robinson Crusoe”, Buñuel, con un ritmo trepidante digno de Raoul Walsh, consigue trasladarnos cómo su personaje siente el peso y el paso lento de las horas, los días, los años; la fatigosa y extenuante soledad física y metafísica (excepcional una escena sobre la ausencia de Dios). Con Tarr sé lo que siento yo (en ocasiones un gran placer estético, en otras aburrimiento mientras terminan de vestirse o comer patatas), pero la verdad es que raramente acierto a comprender cómo sienten los personajes ese tiempo, qué supone para ellos esa vivencia. Y ahí es donde me temo, de nuevo, que para edificar una “imagen-tiempo” quizás no baste con tener una cámara filmando mucho rato seguido.

Y, sin embargo, cuando uno menos se lo espera, surge el fogonazo del genio. Recuerdo ahora una escena (que significativamente no se repite en un film preñado de gestos reiterados) donde la hija, frente a la cámara, tiende la blanca camisa del padre, con lo que ésta acaba ocupando la totalidad del encuadre y, tras el leve balanceo, permanece en quietud absoluta ante nosotros varios segundos. Imposible no evocar aquí el momento en “Un día de desespero” de Manoel de Oliveira, en el que retiran de la mecedora el cuerpo yacente del escritor Camilo Castelo Branco: la cámara continúa observándola en su vaivén solitario hasta que se detiene (como además Oliveira cree en el alma, su mirada se fija después en la consumación del puro humeante que quedó en el suelo).

En conclusión, podría decirse que Béla Tarr me ofrece un trato: él me regala momentos de grandísimo cine en su excepcional pureza, y yo a cambio debo soportar largos y pelmazos minutos de metraje que pondrán a prueba mi paciencia. Acepto gustoso el trato, ya que pese a que Tarr difícilmente vaya a figurar nunca en la nómina de mis cineastas predilectos, tampoco quiero renunciar a la fascinación de los aspectos más interesantes de su obra.
Quim Casals
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23 de enero de 2012
41 de 54 usuarios han encontrado esta crítica útil
1) Nietzsche

El viento eterno jalonando el cambio (cambio constante, mutación que quema la corteza terrestre y arrastra tierra). El fin del mundo llega siempre, a cada rato. Combustión espontánea que modifica los tejidos. A cada paso, a cada siglo. Hasta una dialéctica enferma de teleología enferma que no es progresiva ni hegeliana. Murió Dios, murió la Razón, murió la finalidad. Rebotamos contra la pared de la reiteración y la Nada y volvemos. La vida como un palíndromo, reflejo de frase pronunciada que gira sobre sí misma y luego vuelve.

Parábola nietzscheana lejana, pese a la anécdota equina de la Piazza Carlo Alberto. Breve resonancia de retorno de tormenta y huracán. Hasta que la luz ya no prende, la imagen se congela y el fundido a negro se hace eterno.


2) La patata caliente

Al aparecer el filósofo sajón en la introducción buscamos relaciones. ¿Caballo como radicalismo aristocrático “vital”? El nervio, la piel, la fuerza del devenir contra el absurdo de los hombres inventores de dios, el modelo occidental de pensamiento, el saber griego y los ídolos “ocasados”. La genealogía del bien y del mal en beneficio de la mediocridad. Desde el punto de vista nietzscheano el mundo era una ruina. Debía dirigirse hacia la revelación zaratustriana. Hacia el león, la parábola y el flujo melódico de una nueva sangre.


3) Átale, demoníaco Caín, o me delata

Bela Tarr no parece interesado en todo eso. Este apocalipsis silencioso es nihilista y nihilista se emperifolla. Quizás sea la decepción humillada del eterno retorno (“no puede haber cambio en la tierra porque ese cambio ya se ha producido”). ¿Dónde lleva este fundido a negro entonces? Al final de la película en una conclusión metalingüística de oscuridad que nos abarca (“La mañana se convertirá en noche y la noche llegará a su fin“). El camino hacia el hombre superior cae en el olvido. Si todo retorna, el superhombre llegaría para marcharse. La reiteración cíclica del tiempo muerto lo inunda todo y perpetúa el tránsito por la superstición y el hastío. La victoria del nihilismo como aceptación de la nivelación "sufriente" del hombre en una vida que destroza el alma. Vida cotidiana de monotonía de nuestro tiempo y su “ser-para-la-muerte”. No se puede escapar del viento y hay que regresar dando vueltas (“mañana lo intentaremos de nuevo”). Quizás regresar al punto de partida. A la primera letra.

(spoiler sin espinas...)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Bloomsday
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