Siempre me parecieron entrañables sus personajes. Los humanos de la serie destilan un bien, cualidad o principio, que ahora mismo escasea bastante: la afabilidad; aunque vengan mal dadas, aunque ellos sean demasiado desastrosos y ellas jueguen a ser amas de casa estandarizadas. Las mascotas guardan la suficiente rebeldía como para hacerse un sitio digno en sociedad, sin prestarse nunca al maltrato. Y las máquinas, uno de los mayores aciertos de la imaginación de sus creadores, consiguen alejarse de la fría artificialidad de las de nuestra era, porque tienen corazones en lugar de motores y por sus circuitos corre sangre y no energías fósiles, electricidad, o invisibilidad digital.

Juntos todos estos componentes recrean una atmósfera cálida y positiva que invitaba a sentarse en familia delante del televisor como cada día hacían los propios protagonistas, Dino incluido. En aquellos tiempos en que el individualismo de móviles y el resto de artefactos digitales aún no nos había colonizado; los días en que en las casa solo había una pantalla.
No quiero entrar en disquisiciones frentistas intergeneracionales pero sí creo recordar, y ahora no existe ese consenso, que aquellas reuniones que abarcaban desde la abuela hasta el último bisnieto, terminaban con sonrisas cómplices y no con diásporas a las diferentes habitaciones de la casa, cuando cualquiera que esté bajo el tejado elige programación.