Average rating
6.8
Ratings
867
Reviews
329
Lists
0
Movie recommendations
- Ratings by category
- Contact
- Social Networks
-
Share his/her profile
Tiggy rating:
8
7.5
3,710
Film noir. Drama
Since he was a child, Bart Tare has always loved guns. After leaving the army, his friends take him to a carnival, where he meets the perfect girl, Annie, a sharp-shooting sideshow performer who loves guns as much as he. The two run off and marry, but Annie isn't happy with their financial situation, so at her behest the couple begins a crosscountry string of daring robberies. Never one to use guns for killing, Bart is dragged down into ... [+]
Language of the review:
- es
September 6, 2020
2 of 3 users found this review helpful
El expresionismo alemán fue relevado por el noir de la mano de grandes directores, convirtiéndose en un género de explotación rivalizando en número de producciones con el wéstern y este sea, quizás, uno de los exponentes más directos que resumen esos años de la historia del cine. El demonio de las armas mezcla de manera sublime conceptos dentro de las ataduras provocadas por su carácter serie B, bailando entre un intenso romance, un interesante drama moral, la acción pertinente de una película basada en el crimen y con elementos impecables del terror y el wéstern. Una joya de culto donde el director, Joseph H. Lewis, flagela la condición de su nación, Estados Unidos, desde el prisma de las cuestiones éticas y legales sobre la facilidad de cualquiera para empuñar un arma, y todo lo que ello conlleva para una sociedad aparentemente evolucionada, pero empeñada en la obsolescencia del pasado. Barton Tare (John Dall), obsesionado con las armas, conoce a una mujer que rivaliza con él en talento armamentístico y comparte su extraña afición, llamada Annie Laurie Starr (Peggy Cummins). Tras conocerse y enamorarse, ambos caerán en una espiral de amor maníaco y delincuencia por el camino que decidieron recorrer, armados y solos ante el peligro de la ley y el mundo.
Esta película de 1950 presenta un concepto adelantado a su tiempo, haciendo de esta mezcla entre heist film y road movie una obra antológica en la que, más allá de criticar el peligro que supone la tan fácil adquisición de armas en EE.UU., pone también en entredicho que la culpa no es del objeto, sino del portador, tanteando ambas perspectivas, pero nunca acabando posicionándose en una ya que ese es nuestro trabajo. Para ello se vale de sus dos carismáticos protagonistas: Barton y Annie. El primero, a pesar de su obsesión extrema por disparar, tiene unas nociones morales sólidas que le impiden hacer daño a nadie, si quiera a un animal. Por el otro, la psicología de Annie lo confronta, en la que su avaricia y egoísmo, incluso su miedo por lo amenazador de su coyuntura, hace que se vea superada olvidándose de toda ética, olvidándose de Dios y olvidándose de aquello que dice querer más: su pareja, arrastrándolo desde la toxicidad de la relación hasta un hoyo marcado con una cruz.
Lewis hace que nos sumerjamos, es más, que nos inmiscuyamos en la historia de sus personajes, siempre con el debate presente, desde esa secuencia inicial a modo de preludio donde se construye el personaje de Barton a través de analepsis en una comparecencia judicial. Mediante los veredictos de los conocidos del joven Barton, Lewis altera la narración para hacer una presentación por partes con el objetivo de que nosotros nos coloquemos de lado del acusado, comprendiendo su extravagante manía con las armas apelando a los más nobles sentimientos. Por así decirlo y teniendo en cuenta la época en la que se desarrolla la película (años treinta probablemente por el obvio miramiento por los personajes reales de Bonnie y Clyde), donde el proceso de introspección, formación cognitiva y maduración personal era más rápido que el actual, se podría decir que Lewis hace un pequeño coming-of-age para luego empezar con la narración. A raíz de ello, se puede apreciar una evolución lineal de Barton tras la condena y, obviamente, la manipulación producida por la fortuita aparición del amor de su vida.
De la misma manera que la comedia screwball y alejándose del circuito comercial de las grandes productoras, Lewis configura personajes dependientes de sus sentimientos humanos, apelando al amor malamente correspondido, al sentimiento melancólico de soledad, de tristeza, de aciertos, dudas, fallos pero, sobre todo, moralidad. No están ni el héroe ni el villano, solo personas necesitadas de algo. Annie, rompiendo los estereotipos acuñados a los roles femeninos, se presenta como una fuerte y seductora mujer que puede con todo, al estilo de la grandiosa Katharine Hepburn en La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938), pero que luego, como toda persona, se desmorona ante la adversidad, muy parecido a la inseguridad constante que tensa los hombros de Barton durante el metraje. Esto crea una atmósfera impecable donde la iluminación consigue realzar las atormentadas expresiones de los delincuentes, tensando cada vez más la cuerda floja por la que deciden hacer de trapecistas, sin red y cada vez con más miedo a caerse. El distanciamiento figurado según avanza la trama por las disputas éticas de los protagonistas ayudan a balancear la cuerda sobre la que caminan, plagando cada vez con más conflictos, incertidumbre y miedo el devenir.
Esta película de 1950 presenta un concepto adelantado a su tiempo, haciendo de esta mezcla entre heist film y road movie una obra antológica en la que, más allá de criticar el peligro que supone la tan fácil adquisición de armas en EE.UU., pone también en entredicho que la culpa no es del objeto, sino del portador, tanteando ambas perspectivas, pero nunca acabando posicionándose en una ya que ese es nuestro trabajo. Para ello se vale de sus dos carismáticos protagonistas: Barton y Annie. El primero, a pesar de su obsesión extrema por disparar, tiene unas nociones morales sólidas que le impiden hacer daño a nadie, si quiera a un animal. Por el otro, la psicología de Annie lo confronta, en la que su avaricia y egoísmo, incluso su miedo por lo amenazador de su coyuntura, hace que se vea superada olvidándose de toda ética, olvidándose de Dios y olvidándose de aquello que dice querer más: su pareja, arrastrándolo desde la toxicidad de la relación hasta un hoyo marcado con una cruz.
Lewis hace que nos sumerjamos, es más, que nos inmiscuyamos en la historia de sus personajes, siempre con el debate presente, desde esa secuencia inicial a modo de preludio donde se construye el personaje de Barton a través de analepsis en una comparecencia judicial. Mediante los veredictos de los conocidos del joven Barton, Lewis altera la narración para hacer una presentación por partes con el objetivo de que nosotros nos coloquemos de lado del acusado, comprendiendo su extravagante manía con las armas apelando a los más nobles sentimientos. Por así decirlo y teniendo en cuenta la época en la que se desarrolla la película (años treinta probablemente por el obvio miramiento por los personajes reales de Bonnie y Clyde), donde el proceso de introspección, formación cognitiva y maduración personal era más rápido que el actual, se podría decir que Lewis hace un pequeño coming-of-age para luego empezar con la narración. A raíz de ello, se puede apreciar una evolución lineal de Barton tras la condena y, obviamente, la manipulación producida por la fortuita aparición del amor de su vida.
De la misma manera que la comedia screwball y alejándose del circuito comercial de las grandes productoras, Lewis configura personajes dependientes de sus sentimientos humanos, apelando al amor malamente correspondido, al sentimiento melancólico de soledad, de tristeza, de aciertos, dudas, fallos pero, sobre todo, moralidad. No están ni el héroe ni el villano, solo personas necesitadas de algo. Annie, rompiendo los estereotipos acuñados a los roles femeninos, se presenta como una fuerte y seductora mujer que puede con todo, al estilo de la grandiosa Katharine Hepburn en La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938), pero que luego, como toda persona, se desmorona ante la adversidad, muy parecido a la inseguridad constante que tensa los hombros de Barton durante el metraje. Esto crea una atmósfera impecable donde la iluminación consigue realzar las atormentadas expresiones de los delincuentes, tensando cada vez más la cuerda floja por la que deciden hacer de trapecistas, sin red y cada vez con más miedo a caerse. El distanciamiento figurado según avanza la trama por las disputas éticas de los protagonistas ayudan a balancear la cuerda sobre la que caminan, plagando cada vez con más conflictos, incertidumbre y miedo el devenir.
SPOILER ALERT: The rest of this review may contain important storyline details.
View all
Spoiler:
La impecable secuencia circense donde se cierra el primer acto, cargada de un súbito erotismo basado en la presencia y orgullo, consigue atraparnos con el despliegue de química entre los actores que, con un estilo wéstern ineludible e impregnado en unos planos escorzos que simulan el clásico duelo, pone todos los focos en la relación, no en los personajes, introduciendo el hilo conductor que es Annie para el desarrollo. Gracias al personaje de Packett (Berry Kroeger), Lewis indaga en la situación de la mujer de la década de los treinta aplicando un abuso de poder, de jefe del circo a empleada del mismo, de hombre a mujer, desde el machismo más cobarde y natural, rompiendo estereotipos por la nula sumisión de la mujer. Esto sirve finalmente para conectar a los dos protagonistas en un contexto de ‘salvador’ y ‘salvada’, formando la relación para luego jugar a su manera con ese esquema, rompiendo las reglas habituales de la narrativa americana.
La acción no decae y tiene grandiosas secuencias de persecución, manteniendo el factor de thriller en todo momento que, apoyándose en unos primeros planos y la música incómoda de Victor Young (donde escoge Mad Love para resumir la película entera en la excepcional escena del baile), logra infundir miedo desde la atmósfera creada y avivada desde ese preludio, haciendo arcos de estrés absoluto como el tramo final. Mediante la composición del plano, Lewis dice más de lo que sus protagonistas con sus diálogos. Una clase maestra de ello ocurre como punto de inflexión a mediados de la película, desarrollándose en un único plano dentro de una mugrosa vivienda rodeada de nieve. Esa escenografía consigue dar la sensación de desesperación por las paupérrimas condiciones de los protagonistas, aislados en soledad en la ubicación por la sociedad y por la nieve, símbolo de la frialdad en sus diálogos, que nos permite abordar sus conflictos y empatizar con sus situaciones desde una atmósfera no tan pifiada. Barton es situado a la derecha (el camino de la justicia), mientras que Annie a la izquierda (el atajo incorrecto y traicionero), el primero colocado ligeramente más alto que la segunda, en una posición de superioridad moral metafórica. Barton mira directamente a Annie al hablar, mostrando franqueza y honestidad, poniendo toda su atención en un punto. Mientras, Annie permanece cabizbaja, con la mirada perdida, dubitativa entre su amor, su postura y su moral e iluminada directamente con un foco de luz artificial, pudiendo apreciarse el rostro del equívoco más claramente en contraposición con el contraste de sombras del lado derecho. Esto se hace más patente ya que el plano medio frontal está partido por un elemento de la escenografía, un pilar de grandes dimensiones, que los distancia sin llegar a estar lejos (haciendo uso de la profundidad de campo). Todo lo que Lewis quiere decir es resumido en una sola toma donde sabe sacar partido tanto la concepción antiheróica de sus personajes como las más que aceptables dotes actorales de ambos, en las que Peggy Cummins es la que se lleva todas las flores. Una producción que tuvo lo que fue necesario para destacar, rompiendo moldes y haciendo unos nuevos, independientemente de las ataduras de convenciones sociales, gracias a un director comprometido con lo que cuenta, con la forma que quiere contarlo y con la reflexión que nos consigue plantear.
La acción no decae y tiene grandiosas secuencias de persecución, manteniendo el factor de thriller en todo momento que, apoyándose en unos primeros planos y la música incómoda de Victor Young (donde escoge Mad Love para resumir la película entera en la excepcional escena del baile), logra infundir miedo desde la atmósfera creada y avivada desde ese preludio, haciendo arcos de estrés absoluto como el tramo final. Mediante la composición del plano, Lewis dice más de lo que sus protagonistas con sus diálogos. Una clase maestra de ello ocurre como punto de inflexión a mediados de la película, desarrollándose en un único plano dentro de una mugrosa vivienda rodeada de nieve. Esa escenografía consigue dar la sensación de desesperación por las paupérrimas condiciones de los protagonistas, aislados en soledad en la ubicación por la sociedad y por la nieve, símbolo de la frialdad en sus diálogos, que nos permite abordar sus conflictos y empatizar con sus situaciones desde una atmósfera no tan pifiada. Barton es situado a la derecha (el camino de la justicia), mientras que Annie a la izquierda (el atajo incorrecto y traicionero), el primero colocado ligeramente más alto que la segunda, en una posición de superioridad moral metafórica. Barton mira directamente a Annie al hablar, mostrando franqueza y honestidad, poniendo toda su atención en un punto. Mientras, Annie permanece cabizbaja, con la mirada perdida, dubitativa entre su amor, su postura y su moral e iluminada directamente con un foco de luz artificial, pudiendo apreciarse el rostro del equívoco más claramente en contraposición con el contraste de sombras del lado derecho. Esto se hace más patente ya que el plano medio frontal está partido por un elemento de la escenografía, un pilar de grandes dimensiones, que los distancia sin llegar a estar lejos (haciendo uso de la profundidad de campo). Todo lo que Lewis quiere decir es resumido en una sola toma donde sabe sacar partido tanto la concepción antiheróica de sus personajes como las más que aceptables dotes actorales de ambos, en las que Peggy Cummins es la que se lleva todas las flores. Una producción que tuvo lo que fue necesario para destacar, rompiendo moldes y haciendo unos nuevos, independientemente de las ataduras de convenciones sociales, gracias a un director comprometido con lo que cuenta, con la forma que quiere contarlo y con la reflexión que nos consigue plantear.