A quienes hace muchos años juramos amor eterno a Haendel y a Farinelli esta película no puede más que sembrar desaliento.

Estamos dispuestos a admitir que en una película no es lo más importante que el argumento se atenga o no a la realidad de los hechos -esa es labor del historiador- pero lo que no se debe consentir es que no sea capaz de transmitir al espectador la nota de la magia.
El lenguaje cinematográfico requiere una pulsión psicológica especial, una capacidad fabuladora propia -distinta a la de la novela o a la de la biografía-, un requerimiento estético que va más allá del compromiso formal.

Y esos son valores de los que esta producción se no anda sobrada.
Nos queda, claro, la música.