La película es un típico producto de cine negro en su mejor época, con sus calles mojadas, sus imágenes anguladas, sus iluminaciones duras y esos malhadados personajes que se salen del gris sendero que la sociedad le reserva a costa de meterse en un callejón sin salida (lo que facilitaba la confluencia de la ideología del heterodoxo victimista con los dogmas de Hollywood, que naturalmente exigían castigo para el perturbador del orden). La trama no es intrincada ni sorprendente sino sencilla y quizá incluso simple. Lo mejor es el personaje de John Garfield, con sus inseguridades, sus indecisiones y esas torpezas –alternadas, eso sí, con aciertos de buen delincuente- que forman parte de los vientos que le arrastran a la ruina y que le dan una gran autenticidad. También Shelley Winters representa bien esa convencionalidad tocada por el encanto de lo turbio pero dinámico que representa el delincuente que se atrinchera en su casa para librarse de los peinados de la policía, después de haber cometido un atraco y el asesinato de un agente, y la coloca en el brete de elegir entre él y su propia familia.