“Los puentes de Madison” es una película fantástica. Con ella descubrí al gran Eastwood, al Eastwood autor, capaz de seducirte, agarrarte, dártelo todo o quitártelo cuando él quiere. Algo que parece tan fácil, es muy difícil hacerlo bien y sólo está al alcance de los más grandes.

Alejado de su imagen de Harry el Sucio (la cual también me embelesa), descubrí aquí a un Eastwood sutil, cuidadoso, seductor, entregado. Desconozco los pormenores del rodaje. No sé cuál fue la relación extra-cinematográfica entre Meryl Streep y Clint Eastwood (imagino que excelente), pero lo importante está reflejado en la pantalla: una química entre actores muy pocas veces vista, y eso se transmite al espectador.

Poco importa que los protagonistas sean de otra generación distinta a la mía. Creo que nadie ha sabido expresar, como Eastwood en esta película, el amor en dos vertientes tan reales. El amor hacia una familia, un marido, unos hijos, un proyecto de vida en común, quizá desgastado por el paso del tiempo y la falta de cuidados, y otro tipo de amor difícilmente explicable sin ver la película.

En “Bird” (1988), en “Cazador blanco, corazón negro” (1990), y sobre todo, en “Sin perdón” (1992), el maestro ya había dado muestras de su enorme talento, pero para mi, “Los puentes de Madison” es algo especial.
Una historia preciosa, real como la vida misma. Admiro la forma en que está contada, la manera de narrar, las interpretaciones, y sobre todo, la manera de llegar al espectador.

Desde luego, la imagen de un Clint Eastwood maduro pero enormemente seductor, y una no menos exquisita Meryl Streep, es ya, para mi, imborrable.