2015 está siendo el año de la nostalgia ochentera. Todo en el mundo se mueve por ciclos, y todo termina volviendo y repitiéndose. Por lo que no es de extrañar encontrar ciertos paralelismos con el cine de hace treinta años. No es casualidad que se hayan juntado Terminator, Jurassic Park, Mad Max, James Bond y hasta incluso Star Wars.
Siempre se ha hablado de aquella década prodigiosa en clave musical o cinematográfica, pero no podemos olvidar la que fuera una de las industrias más peculiares y a la vez florecientes, muy a pesar de sus limitaciones técnicas.
Sería hacía 1985 cuando llegase a la casa de mi primo el primer ordenador personal, un viejo Amstrad CPC. En su pantalla de 4:3 aparecían toda clase de videojuegos con unos gráficos prehistóricos, pero con un encanto a años luz de distancia de los productos actuales.
Es la época de Hatari, de Commodore, y de las primeras consolas. Unos aparatos por los que muchos también sienten nostalgia.
Chris Columbus, hijo de aquella generación, adapta en formato largometraje un conocido corto. Una película de aire completamente desenfadado, y con toneladas de humor simplón bastante gratificante.
La historia bien se podría asemejar a la de “Cazafantasmas”. Me atrevería a decir que no solo sigue el mismo esquema, sino que también es la que más se acerca a esa mezcla entre comedia y género fantástico surrealista.
Si bien Adam Sandler no tiene el carisma de Bill Murray, si que logra con sus descacharrantes intervenciones, hacernos olvidar de que se trata de uno de los actores más odiados.
Todo sigue la fórmula episódica de ir destruyendo a los diferentes personajes de los videojuegos, siendo el segmento de Pac-Man uno de los más divertidos del conjunto.
Cuando una película consigue que por la noche te descargues este juego en el móvil, es que algo ha logrado remover por dentro. Y es que su director tiene esa habilidad de hacer lo intrascendente es puro entretenimiento.