Me gusta pensar que hay muchas formas de hacer cine. Una que me ha llegado a gustar mucho es la que está atravesada por la corporalidad. Forma en la que los personajes no están anulados, sujetos a una trama, y son capaces de presentarse y no representarse. Con esto no pretendo decir que aporte más verdad a la cinta, pues entiendo que, como toda película, es una ficción. A pesar de ello, no puedo librarme de la sensación del desarrollo de un cierto sistema (y no sentido) del tacto que permite hacerla más tangible. Intentaré explicarme. En vez de ir del punto A al punto B, el desarrollo de las escenas se emplean para sumar matices a los personajes, a parte de ir del punto A al punto B, obviamente, pero dando un poco de rodeo. Y se que señalar esto es una obviedad: nada nuevo bajo el cielo. Y tal vez sea así, pero quizás de vez en cuando haga falta recordarlo. La ternura con la que aborda ciertas escenas, no creo que pueda entenderse sin la generosidad con la que trata a los secundarios, pues si bien es una película de tres, el coro de actores secundarios se convierte en parte y sostén de lo que nos permite imaginar como algo mucho más grande. La historia es esta, pero no es limitada. Incluso los espacios en los que se desarrolla la película son un personaje más, tanto que uno de ellos da nombre a la película.

El mundo creado no imita otra cosa que lo inimitable. Y esto lo siento así, aunque no pueda quitarme de encima el pensamiento, morboso, de que para ser capaz de imaginar algo así, haga falta vivirlo de alguna manera.

Tierna y dulce. Raspa y por momentos hace daño. Es que acaso no está presente siempre ese dolor, de no ser tocados bajo la forma que deseamos ser tocados.