Hubo un tiempo no demasiado lejano, aunque lo parece, en que las carcajadas de cientos de personas atronaban una sala oscura donde la inocencia se apoderaba de la realidad y el Carablanca y el Augusto travestidos de traje negro y bombín en apenas 30 minutos lograban la mágica catarsis de que fuéramos más felices con las "desgracias" de otros. Nada tuvieron que envidiar en el tiempo que duraban las películas de dos rollos Stan y Ollie a sus colegas Lloyd, Chaplin y Keaton. No tuvieron la misma suerte con los largometrajes en donde los poderosos estudios de turno cercenaron su creatividad. A la postre solo Chaplin pudo mantener su autonomía. "El Gordo y el Flaco" nos hicieron reír con sus andanzas absurdas y surrealistas en un grado que hoy en día solo se consigue revisitando sus películas, cosa que deberían recetar los médicos sin restricciones ni copagos como medida preventiva ante la depresión de los tiempos actuales y para una buena higiene mental.


Dos piezas desiguales (Laurel era el creador) que encajaban a la perfección en un mecanismo de relojería perfecto e indisoluble sobre las tablas y los platós. El director escocés John S. Balar, fan de la pareja ( ¿y quien no?) se preguntaba como nadie había realizado una película antes sobre ellos. Ha tardado cinco años en realizar el desagravio, dando un giro radical a sus trabajos anteriores, para confeccionar un homenaje amable y condescendiente y por supuesto merecido a estos dos genios de la comedia. Ni una sucesión de gags, ni una historia triste sobre el inevitable ocaso, afirma Balar. Un canto a la amistad que entreabre una rendija al lado personal de Stan y Babe y que nos invita a revisitar su obra una y otra vez.

Coogan y Really consiguen que Stan y Ollie se reencarnen. Impresionantes. La producción y el resto del elenco están a la altura.

"Si alguno de vosotros llora en mi funeral, no volveré a hablaros jamás" (Stan Laurel).

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