Delbert Mann lleva a las pantallas la trágica biografía de Ira Hayes, soldado indio combatiente en la II Guerra Mundial que alcanzó la fama por ser uno de los artífices en plantar la bandera en la colina de Iwo Jima y cuyo acto fue inmortalizado en esa foto que daría la vuelta al mundo convirtiéndose así en símbolo nacional.
Resulta un film interesante por cuanto nos presentan el antes y el después de uno de esos héroes. Antes, cuando Hayes era un hombre deseoso de servir a su pueblo y a su patria, lleno de fortaleza y decisión y con el espíritu intacto.
Y el después, cuando después del gesto de la bandera, el gobierno decida repatriar inmediatamente a esos soldados ( de los que sólo sobrevivieron tres), ya convertidos en héroes, para utilizarlos como reclamo para exacerbar el espíritu nacional y vender bonos de guerra.
Iremos viendo el progresivo deterioro psicológico de este hombre que vuelve como héroe sintiendo que deja a los verdaderos héroes en el cementerio. Lleno de sentimientos de culpabilidad por estar vivo y ser aclamado. Siéndole imposible sobrellevar su nuevo papel en el que se cree impostor, sumergiéndose en la bebida para ahuyentar sus fantasmas y viéndose en la imposibilidad de cumplir las expectativas que su familia, su tribu y su país ponen en él.
Un buen retrato de lo que les ocurre a muchos soldados después de la guerra. Ya no son los mismos que lo que fueron y el pueblo además de pedir su sangre, les pide que sean héroes y se comporten como tales.
La película está muy centrada en toda la trayectoria de este hombre. Apenas conoceremos nada de los demás compañeros y eso se echa de menos. No hay apenas más dibujo del resto de personajes ni tampoco escenas bélicas que puedan interesar a los aficionados.
Pero la figura de este hombre está muy bien retratada y supone una buena reflexión sobre la vuelta de la guerra en la que, para muchos de ellos, comienza otra batalla esta vez contra sí mismos y, por desgracia, en completa soledad.