Muy de vez en cuando el cine actual nos regala una obra maestra. A mí en este año que ya acaba me constan dos obras maestras, esta que ahora comento, y la “Piel que habito”. Para que una película sea considerada obra maestra tiene que haber, en mi opinión, dos elementos: o bien el director asume un cierto riesgo formal y sabe salir airoso del reto, o bien la película es capaz de conmovernos, de llegar a esa parte recóndita de nosotros mismos, que agazapada espera pacientemente nuestra atención.

Pues bien, el film de Michel Hazanavicius sabe combinar estos dos elementos de manera más que notable. Hacer una película muda y en blanco y negro en estos tiempos de efectos especiales de ordenador es sin lugar a dudas todo un desafío. Lo fácil sería haber comenzado de esta guisa y al cabo de veinte o treinta minutos pasar al sonoro, y más cuando el argumento va precisamente sobre eso, del paso del cine mudo al sonoro y los traumas que eso supuso en muchos artistas acusados de histrionismo y de falta de voz. Lejos de esta posibilidad lo cierto es que el director mantiene el reto hasta el final y lo hace con muy buen pulso.

En cuanto a la capacidad de conmover, la obra contiene varias historias interesantes, la del actor maduro venido a menos o la de la actriz joven en ascenso hacia la fama; por cierto, estupendos los dos actores. Pero lo que eleva el film a una obra magistral es esa relación especial que mantienen los dos protagonistas. El guion podría haber ajustado un poco más las tuercas que sujetan esa relación hasta convertirla en una pareja convencional, pero evita esa tentación que la podría haber llevado a una historia más al uso y quizás con menos garra argumentativa, y la mantiene en una relación basada en la amistad, el deseo contenido, y la admiración mutua; además, y sin que sea menoscabo, contado con buen humor. Acabo con lo dicho al principio, obra maestra, lo mires por donde lo mires.