Siento un gran respeto, por no decir veneración, por el maestro Clint Eastwood tanto delante como detrás de las cámaras y creo que la menor de sus obras está a años luz de supuestas joyas inexplicablemente premiadas. Ojo, y este respeto/veneración viene desde siempre, no como algunos que se subieron al carro en marcha con “Sin perdón”. Por eso, desde la humildad del que raras veces se atreve a hacer una crítica de sus películas, tengo que decir que “Invictus” me ha dejado frío. A pesar de la presencia de unos créditos de auténtico relumbrón, con Matt Damon y Morgan Freeman a la cabeza, no siento que haya visto una película sino un documental de lujo.

Un documental frío, desapasionado, cojonudamente rodado y estupendamente pensado para que en todo momento, a pesar de la maraña de nombres y ubicaciones sepamos siempre, en todo momento, donde estamos y quien es quien… pero a medio camino de todo. A medio camino de lo que sería un reportaje de “Informe Semanal”, ya que se queda en la superficie de lo que fue esa extraordinaria historia y tendré que recurrir al libro para completar los muchos cabos que me quedaron sueltas y a medio camino de lo que sería una película para emocionar, conmover, reir o llorar: no hay tiempo para eso (demasiado poco tiempo de película para abarcar tanto, para profundizar en sentimientos) bastante hace con mostrar los hechos de manera entretenidamente comprensible, pero se queda en eso, una sucesión de hechos.

Invictus es buena. Es interesante. Es honesta (con el libro, con el espectador, con los hechos, con todo) y rigurosa. Pero estamos tan acostumbrados a pedir siempre que Clint Eastwood no haga más que obras maestras que todo lo demás nos sabe a poco.