Maltratada por la crítica y ninguneada por el público, a pesar de sus secuencias de sexo (casi) explícito, El cónsul de Sodoma, biopic del poeta Jaime Gil de Biedma, no es una película despreciable. Si bien es verdad que los errores de bulto se combinan con aciertos apreciables, la cercanía de los personajes que tejen la trama (Barral, Marsé, Colita, la gauche divine, Boccaccio, Flash, ese tímido novato de Fotogramas llamado Enrique, convertido hoy en un novelista de prestigio mundial) y el buen hacer de Jordi Mollà y Bimba Bosé consiguen imponerse a ciertas escenas que habrían debido desaparecer en el montaje final (esa inefable orgía cual Pastorets cualquiera). Retrato de una época negra en que toda desviación de la norma, ya fuera política o sexual, estaba penada con el desprecio ajeno e incluso con la cárcel, la cinta gira en torno a un ser perdido en un ambiente irrespirable, arrastrado a ser algo que no desea (presidente de Tabacos de Filipinas, nada menos), víctima de una sensibilidad enfermiza que sólo logra proyectarse en la poesía que va esparciendo con parsimonia, de librito en librito. Consigue esquivar la loa hagiográfica, un peligro que siempre acecha a las biografías de famosos y, en definitiva, traza un retrato bastante convincente de un tiempo y un país, que diría Raimon. A saber qué habría pasado si Agustí Villaronga hubiera llevado a la pantalla el guión que tenía escrito sobre la novela de Miguel Dalmau.