En pleno escándalo de los Maristas veo, cosas de la vida, Calvary, una pequeña gran película sobe el tema de los pederastas infiltrados en la iglesia católica, que campan a sus anchas con la connivencia y el silencio (¿complicidad?) de sus congéneres. Una tarde, en su confesionario, el padre James escucha a un hombre que promete matarle en siete días, por hechos que él no cometió. Ambientada en la muy católica y devota Irlanda (un país con el mayor número de borrachos por kilómetro cuadrado), la película documenta esa larga semana del sacerdote antes de su bloody sunday particular. Conocemos a su hija (un putoncito verbenero bien encarnado por Keilly Reilly, faltaría más), porque nuestro hombre se entregó a la religión cuando su mujer murió. Conocemos a los feligreses, y menudos feligreses, conocemos el poblacho de mierda en el que transcurre la acción. El denso y bien hilvanado guión nos va conduciendo por ese auténtico calvario del padre James (el misterioso acosador degüella a su perro, quema su iglesia), que acaba recayendo en la bebida, con una cámara siempre atenta a sus desfallecimientos anímicos, que capta con suntuosa fotografía los ambientes en que se desarrolla la acción y mima la portentosa interpretación de Brendan Gleeson, al que McDonagh ya había dirigido, con excelentes resultados, en El irlandés. Si alguien quiere averiguar algo sobre la angustia de quien ha padecido abusos del sacerdocio, si alguien quiere enterarse de lo que está pasando ahora mismo en Barcelona (y, por supuesto, en muchos otros lugares, aunque no lo sepamos), que vea esta película. No le resultará fácil dormir. Muy recomendable.