Average rating
6.5
Ratings
829
Reviews
27
Lists
11
Movie recommendations
- Ratings by category
- Contact
-
Share his/her profile
Sícoles rating:
7
6.8
4,543
Drama
The life of two women and their families in a small provincial town of Salta, Argentina.
Language of the review:
- es
January 5, 2023
3 of 3 users found this review helpful
[Spoilers en toda la crítica. Por no hacerla interminable, prescindo de algunos puntos interesantes como el simbolismo del agua, la subversión de los roles de género, los animales y, sobre todo, los relacionados a Isabel (las peculiaridades de su personaje, la maternidad, el racismo hacia los indígenas…)].
En plena crisis económica argentina, Lucrecia Martel inicia su Trilogía de Salta con «La ciénaga», el primer largometraje de su carrera como directora. La realizadora argentina compone una obra de una complejidad extraordinaria, que vuelve casi increíble su etiqueta de «ópera prima». Coproducida entre Argentina, España y Francia, y con la destacada ayuda económica del Sundance Institute, la película se hizo con el Premio Alfred Bauer en el Festival de Berlín.
El título del filme hace referencia a una ciudad en la provincia argentina de Salta y al aspecto de una finca próxima a esta localidad, en la que una familia de clase media espera el final de las vacaciones de verano. Un accidente de Mecha (Graciela Borges), madre alcohólica de cuatro hijos, provoca la visita a la finca de la familia de su prima Tali (Mercedes Morán), también madre de cuatro hijos, y de su hijo mayor José (Juan Cruz Bordeu), que se encuentra en Buenos Aires con la examante de su padre Gregorio. Isabel (Andrea López) es una joven indígena que realiza las tareas domésticas de la casa; mantiene una relación especial con una de las hijas de Mecha, Momi (Sofía Bertolotto).
En la primera escena, inquietante gracias a un uso impecable del sonido, vemos a Mecha, Gregorio y su grupo de amigos yacer junto a una piscina de agua estancada, acompañados de sus correspondientes copas y cigarrillos. Empieza a llover, se levantan y sus carnes arrugadas arrastran siniestra y lentamente las sillas, con movimientos aletargados, lánguidos, como si de una película de zombis se tratase. Y es que, en realidad, esta primera secuencia ya introduce el retrato de una familia, o de una sociedad, que se parece bastante a la sátira de los muertos vivientes de Romero. Es decir, el retrato de una sociedad indolente, dormida, en decadencia física y psicológica; un estado de muerte en vida que aparece de manera recurrente en la cinta, a través de imágenes que muestran a los personajes tirados en las camas en posiciones antinaturales, cadavéricas.
Gregorio y Mecha son los padres de la familia, los que supuestamente deberían cuidar a los hijos. No obstante, sobresalen por su inutilidad. Si las toallas desaparecen, echémosle la culpa a la Isabel; si no sé cómo pasar una llamada, o no quiero levantarme de la cama, es que menuda porquería de teléfono. ¿Hay que ir hasta la ciudad a por medicamentos? Que Momi lleve el coche. Papá, tengo 15 años, no tengo carné de conducir. ¡Qué más da, si te paran ya nos arreglaremos! El matrimonio vive rodeado de problemas y siempre encuentra la solución en cargarle el muerto a otro o quejarse de que nada funciona en la casa. Graciela Borges y Martín Adjemián, armados con los diálogos precisos de Martel, representan a la perfección esta faceta de sus personajes.
Tan censurable es la abulia como la falta de voluntad para cambiarla: así lo señala Momi cuando le dice a su madre que se pasará el resto de su vida en la cama, tal como le ocurrió a la abuela. Mecha se enciende, pero termina dándole la razón a su hija: «Y si quiero encerrarme me encierro, ¿sabés?». La única tentativa de movimiento está en el proyecto de un viaje a Bolivia entre Mecha y Tali, con el fin de comprar materiales para la vuelta al colegio de los niños; un plan que finalmente queda en eso, en la travesura de un plan. De nuevo, Graciela Borges lo borda. Su interpretación es soberbia —que no sobria— y tan versátil que hasta añade un pequeño alivio cómico a una película por lo demás oscurísima.
La crítica de Lucrecia Martel se extiende a una atención excesiva a lo material, traducida en una desatención a lo humano. Cuando Mecha sufre el accidente, se preocupa más porque no se ensucien las toallas que por su propia integridad física; en esta misma secuencia, Momi arranca el coche y atraviesa unas hortensias que para Mecha resultan más importantes que la seguridad de su hija. Esta actitud materialista se observa, a su vez, en Tali. A pesar de que es una madre mucho más responsable que su prima, es ella la que termina sufriendo la pérdida de un hijo, justo cuando está prestando atención al ruido que le molesta del vecino de arriba. Un montaje muy sugerente yuxtapone la muerte de Luciano con imágenes vacías de la casa vacía de Tali: una cesta de fruta en la mesa del comedor, una televisión, un bonito espejo en el cuarto de baño, un triciclo, una terraza repleta de macetas coloridas. Y para qué.
En plena crisis económica argentina, Lucrecia Martel inicia su Trilogía de Salta con «La ciénaga», el primer largometraje de su carrera como directora. La realizadora argentina compone una obra de una complejidad extraordinaria, que vuelve casi increíble su etiqueta de «ópera prima». Coproducida entre Argentina, España y Francia, y con la destacada ayuda económica del Sundance Institute, la película se hizo con el Premio Alfred Bauer en el Festival de Berlín.
El título del filme hace referencia a una ciudad en la provincia argentina de Salta y al aspecto de una finca próxima a esta localidad, en la que una familia de clase media espera el final de las vacaciones de verano. Un accidente de Mecha (Graciela Borges), madre alcohólica de cuatro hijos, provoca la visita a la finca de la familia de su prima Tali (Mercedes Morán), también madre de cuatro hijos, y de su hijo mayor José (Juan Cruz Bordeu), que se encuentra en Buenos Aires con la examante de su padre Gregorio. Isabel (Andrea López) es una joven indígena que realiza las tareas domésticas de la casa; mantiene una relación especial con una de las hijas de Mecha, Momi (Sofía Bertolotto).
En la primera escena, inquietante gracias a un uso impecable del sonido, vemos a Mecha, Gregorio y su grupo de amigos yacer junto a una piscina de agua estancada, acompañados de sus correspondientes copas y cigarrillos. Empieza a llover, se levantan y sus carnes arrugadas arrastran siniestra y lentamente las sillas, con movimientos aletargados, lánguidos, como si de una película de zombis se tratase. Y es que, en realidad, esta primera secuencia ya introduce el retrato de una familia, o de una sociedad, que se parece bastante a la sátira de los muertos vivientes de Romero. Es decir, el retrato de una sociedad indolente, dormida, en decadencia física y psicológica; un estado de muerte en vida que aparece de manera recurrente en la cinta, a través de imágenes que muestran a los personajes tirados en las camas en posiciones antinaturales, cadavéricas.
Gregorio y Mecha son los padres de la familia, los que supuestamente deberían cuidar a los hijos. No obstante, sobresalen por su inutilidad. Si las toallas desaparecen, echémosle la culpa a la Isabel; si no sé cómo pasar una llamada, o no quiero levantarme de la cama, es que menuda porquería de teléfono. ¿Hay que ir hasta la ciudad a por medicamentos? Que Momi lleve el coche. Papá, tengo 15 años, no tengo carné de conducir. ¡Qué más da, si te paran ya nos arreglaremos! El matrimonio vive rodeado de problemas y siempre encuentra la solución en cargarle el muerto a otro o quejarse de que nada funciona en la casa. Graciela Borges y Martín Adjemián, armados con los diálogos precisos de Martel, representan a la perfección esta faceta de sus personajes.
Tan censurable es la abulia como la falta de voluntad para cambiarla: así lo señala Momi cuando le dice a su madre que se pasará el resto de su vida en la cama, tal como le ocurrió a la abuela. Mecha se enciende, pero termina dándole la razón a su hija: «Y si quiero encerrarme me encierro, ¿sabés?». La única tentativa de movimiento está en el proyecto de un viaje a Bolivia entre Mecha y Tali, con el fin de comprar materiales para la vuelta al colegio de los niños; un plan que finalmente queda en eso, en la travesura de un plan. De nuevo, Graciela Borges lo borda. Su interpretación es soberbia —que no sobria— y tan versátil que hasta añade un pequeño alivio cómico a una película por lo demás oscurísima.
La crítica de Lucrecia Martel se extiende a una atención excesiva a lo material, traducida en una desatención a lo humano. Cuando Mecha sufre el accidente, se preocupa más porque no se ensucien las toallas que por su propia integridad física; en esta misma secuencia, Momi arranca el coche y atraviesa unas hortensias que para Mecha resultan más importantes que la seguridad de su hija. Esta actitud materialista se observa, a su vez, en Tali. A pesar de que es una madre mucho más responsable que su prima, es ella la que termina sufriendo la pérdida de un hijo, justo cuando está prestando atención al ruido que le molesta del vecino de arriba. Un montaje muy sugerente yuxtapone la muerte de Luciano con imágenes vacías de la casa vacía de Tali: una cesta de fruta en la mesa del comedor, una televisión, un bonito espejo en el cuarto de baño, un triciclo, una terraza repleta de macetas coloridas. Y para qué.
SPOILER ALERT: The rest of this review may contain important storyline details.
View all
Spoiler:
«La ciénaga» no se distingue por un argumento apasionante, ni siquiera por un protagonista claro. Se trata, más bien, de una mirada profunda sobre dos familias y las relaciones de sus integrantes. Sí quedará en la retina de todo espectador la turbia atmósfera que se construye a lo largo del filme. El ambiente de la película transmite constantemente la sensación de calor y humedad; cualquiera que haya soportado unas condiciones climáticas similares se acordará del sudor pegajoso en la cama, de los bichos o de esa modorra tan característica del verano. Y no solo esto: la atmósfera también está completamente viciada. «La ciénaga» es maloliente, inmunda, todo en ella está tan podrido como el agua de la piscina. Este afecto tan difícil de definir —y más aún de filmar— se consigue mediante el uso de colores verduzcos, marrones y grisáceos, en general bastante apagados. Indudablemente, también contribuye a la impresión global el ya mencionado sonido, muy valorado por la directora. El piar de los pájaros, una tormenta que nunca acaba de estallar o el estruendo de los disparos en el cerro invaden el silencio de la naturaleza. Llama la atención el detalle sonoro en los muelles de las camas, en las explosiones de los globos de agua o en los hielos chocando entre sí y contra las copas de cristal.
Otro elemento relevante de la atmósfera, relacionado con el calor, la humedad o la exuberancia de la vegetación, es el sexual, que atraviesa a varios de los personajes. Se aprecia de manera más palmaria en José, un joven que en este aspecto no tiene límites: se acuesta con la examante del padre, lo intenta con Isabel (brillante secuencia la de la verbena en la ciudad, contada enteramente sin palabras) y, por si fuera poco, sostiene un amago de relación incestuosa con Vero. Momi, por su parte, parece desear —o incluso amar— a Isabel. Hasta algunos personajes que no participan claramente de este deseo sexual mantienen una cercanía y un contacto físico extraños. No se llegan a resolver las insinuaciones; Lucrecia Martel decide acertadamente dejarlas en la ambigüedad.
Principalmente en su tramo final, la cinta otorga una importancia significativa al legado y a la libertad, temas estrechamente unidos. El primero se manifiesta en la hostilidad presente en los juegos de los más pequeños, seguramente aprendida de las relaciones inestables y violentas de los adultos. En estos «juegos», además, se prefigura más de una vez la muerte de Luciano, casi como si fuera una tragedia determinada por la exposición a la convivencia de las dos familias.
Respecto a la libertad, los jóvenes terminan condenados a una cárcel física —la finca— y psicológica, precisamente por culpa de la herencia de sus padres. Momi ve a través de la ventana (concretamente a través de una rejilla de metal, «encerrada» en la casa) cómo Isabel se marcha de la finca. La hija de Mecha es un personaje que advierte la miseria de su propia familia y que, siguiendo el ejemplo de Isabel, aspira a escaparse de esa espiral de decadencia. Sin embargo, al final de la película vuelve decaída a la casa, del lugar donde se aparecía la Virgen y donde ella no vio nada, y arrastra una silla antes de recostarse, igual que los adultos en la primera escena. Ya lo decía Tali: «Hay que hablar porque si no después es peor. Después las historias se repiten». La tesis de Martel se revela absolutamente descorazonadora y acorde a las observaciones del resto de la cinta.
Otro elemento relevante de la atmósfera, relacionado con el calor, la humedad o la exuberancia de la vegetación, es el sexual, que atraviesa a varios de los personajes. Se aprecia de manera más palmaria en José, un joven que en este aspecto no tiene límites: se acuesta con la examante del padre, lo intenta con Isabel (brillante secuencia la de la verbena en la ciudad, contada enteramente sin palabras) y, por si fuera poco, sostiene un amago de relación incestuosa con Vero. Momi, por su parte, parece desear —o incluso amar— a Isabel. Hasta algunos personajes que no participan claramente de este deseo sexual mantienen una cercanía y un contacto físico extraños. No se llegan a resolver las insinuaciones; Lucrecia Martel decide acertadamente dejarlas en la ambigüedad.
Principalmente en su tramo final, la cinta otorga una importancia significativa al legado y a la libertad, temas estrechamente unidos. El primero se manifiesta en la hostilidad presente en los juegos de los más pequeños, seguramente aprendida de las relaciones inestables y violentas de los adultos. En estos «juegos», además, se prefigura más de una vez la muerte de Luciano, casi como si fuera una tragedia determinada por la exposición a la convivencia de las dos familias.
Respecto a la libertad, los jóvenes terminan condenados a una cárcel física —la finca— y psicológica, precisamente por culpa de la herencia de sus padres. Momi ve a través de la ventana (concretamente a través de una rejilla de metal, «encerrada» en la casa) cómo Isabel se marcha de la finca. La hija de Mecha es un personaje que advierte la miseria de su propia familia y que, siguiendo el ejemplo de Isabel, aspira a escaparse de esa espiral de decadencia. Sin embargo, al final de la película vuelve decaída a la casa, del lugar donde se aparecía la Virgen y donde ella no vio nada, y arrastra una silla antes de recostarse, igual que los adultos en la primera escena. Ya lo decía Tali: «Hay que hablar porque si no después es peor. Después las historias se repiten». La tesis de Martel se revela absolutamente descorazonadora y acorde a las observaciones del resto de la cinta.