¿Cómo debe encararse el oficio de artista? ¿ Es necesario o incluso imprecindible una tajante separación entre la vida cotidiana y el trabajo inmerso en el arte? ¿O quizás resulta sugerente una imbricación y yuxtaposición de ambos mundos? No quiero decepcionaros, así que no esperéis ninguna respuesta en esta película. Pero como en cualquier tema que queramos explorar en toda su riqueza una pregunta siempre estimula más que una respuesta. Y es precisamente eso lo que hace Darren Aronofsky, sumergirnos en las turbulentas aguas de una artista atormentada, cuyo grado de profesionalidad es tan álgido que apenas se concede un momento de sosiego. En ningún momento se nos previene de esta inmersión, ni nos aproximamos a ella como a una fiera, cautelosamente. Más bien todo lo contario: solo te percatarás de que has ido a ver una película cuando saques el ticket del pantalón una vez regresado a casa.

No pretendo desmerecer a Natalie Portman, posiblemente en el papel más exigente de su carrera, pero me gustaría realzar la figura de Vicent Cassel, un personaje esencial en la película para captar esa dualidad de la naturaleza humana que pretende reflejar el director.

No logro entender algunas críticas que he escuchado al terminar su proyección en el cine relativas a algunos de los efectos visuales que se emplean para aclarar y darle mayor portento a la metamorfosis que va experimentando Nina. He aquí, para mí, el principal mérito de Aronofsky: la degradación del entorno de Natalie Portman es de tal magnitud que su irrupción como cisne negro nos parece que está más que justificada.

Ojalá los Oscar constaten lo que ya es un clamor.