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Doctor Zaius rating:
9
6.6
12,455
Drama
In the horror of 1944 Auschwitz, a jewish prisoner forced to burn the corpses of his own people finds moral survival upon trying to salvage from the flames the body of a boy he takes for his son.
Language of the review:
- es
February 18, 2016
4 of 5 users found this review helpful
I. El Hijo de Saúl es una apuesta. Una por esa tercera vía existente entre aquellos cineastas que dicen que no se debe representar el holocausto y aquellos que sí son partidarios de hacerlo. Esta discusión -representabilidad sí, representabilidad no-, acompaña a la cultura occidental desde el fin de la II Guerra Mundial. Ficcionalizar el horror absoluto para acercarse a él o buscar la vía del documental, levantar tramas narrativas alrededor del agujero negro o limitarse a la facticidad de las imágenes de archivo. Conjugar la necesidad de hacer memoria con el acercarse de la manera adecuada a la gran carnicería industrial del siglo XX. Cuál es la posición correcta del cineasta y cuáles las elecciones que debe hacer para convertir su hacer artístico en una manifestación ética a la altura de lo que se está contando. He ahí el dilema.
II. En esta discusión con aires de guerra la forma resulta ser el campo de batalla. Visualmente, tanto la elección del formato 4:3 en analógico como la mayor parte de los encuadres (primeros planos de la cara inexpresiva de un protagonista que está más allá de la vida porque sabe que ya está muerto) y el uso de la luz parecen dar la razón a la tesis que afirma la irrepresentabilidad de lo sucedido en Auschwitz (epítome de todos los campos de concentración nazis). Los trazos visuales del horror se cuelan esporádicamente en nuestro campo de visión. Los profundos desenfoques configuran manchas de color informes o bien sugieren la posibilidad de cuerpos amontonados, de crematorios improvisados al aire libre o de inmensas fosas comunes. La fenomenología del horror, mediante este desvío óptico, termina funcionando visualmente en segundo plano, como un zumbido escópico permanente del que no podemos librarnos.
III. Lacan, en su reformulación del psicoanálisis, establecía que la vista es el sentido del espectáculo. Que el tacto, gusto y olfato son los sentidos de la intimidad. Y que el oído juega un doble papel: funciona al nivel del espectáculo y también en el plano de lo íntimo. Laszlo Nemesz juega con esta idea y deriva Auschwitz casi por completo a nuestros oídos. Lo retira parcialmente del alcance de nuestros ojos, donde corre el riesgo de transformarse en puro show macabro (pienso en el francotirador de “la lista de Schindler” como ejemplo de ésto), en pura atracción escópica por lo abyecto en vez de repulsión moral cargada de ira. En esta retirada, en la cual el fuera de campo es obliterado continuamente, y en el que los desenfoques convierten la posibilidad de espectacularizar el horror en mero ruido blanco visual, hay una elección ética que vertebra la película, que le confiere su estructura y articula todo su desarrollo.
IV. El sonido, por tanto, carga con la (imposible) representación del horror. A diferencia de la imagen, que, sea cual sea su contenido, parece aspirar siempre secretamente a seducirnos, el sonido aparenta estar al margen. Es pura facticidad que nos habla íntimamente y es atmósfera en la que nos sumergimos simultáneamente. De esta dualidad nace su facultad de hacernos creer tanto en una especie de armonía oculta entre nosotros mismos y el mundo como en la posible disociación de uno mismo con su interioridad. El sonido nos puede llevar más allá de nosotros mismos siguiendo tanto el camino de la liberación como el de la catástrofe.
V. Laszlo Nemesz, pues, centra la mitad de su apuesta fílmica en retirar la imagen nítida del horror y en acercarnos al rostro-máscara de un ya-muerto-en-vida. La otra mitad de ella consiste en envolvernos en los sonidos comunes de un campo de concentración. Nos mete dentro de una coctelera sónica en la que las puertas marcan la frontera entre la vida y la muerte al cerrarse mientras se oyen golpes y gritos sobre ellas, en la que escuchamos los altavoces del campo llamando a los prisioneros a desvestirse antes de la ducha para “ir a cenar”. También escuchamos los gritos de los Kapos (capataces) llamando a sus trabajadores judíos a retirar cuerpos e incinerarlos, a retirar cenizas y a transportarlas. Asistimos a la calculada agenda de trabajo del horror por la vía de la inmersión sonora. Y somos concientes de que es en esta mecanización y automatización del exterminio donde radica lo mas específico del terror nazi. No les bastó con negar la humanidad a los judíos y con desarrollar un milimétrico plan de exterminio: el genocidio debía ser maquínico, debía seguir los estándares de eficacia de la fábrica surgida de la revolución industrial. De esta forma, los cuerpos de los muertos, tratados como cosas indistinguibles unas de otras, intercambiables entre sí, liberadas de los revestimientos todavía reciclables, y destinadas al vertedero, acaban por ser pura excrecencia de la que sólo resta deshacerse.
VI. Basada en una historia real, la rebelión de un sonderkomando -grupo de judíos que trabajaban en los campos de concentración haciendo el trabajo sucio- en 1944, la película precisa de una excusa argumental que simbolice la búsqueda de aquello que aún hace humano a quien está sumergido en pleno corazón de las tinieblas. En este caso, el cuerpo de un adolescente fallecido en las cámaras de gas al que el protagonista decide dar sepultura a toda costa. Librarlo de esa segunda muerte que es la fosa común, la pira colectiva, la ceniza que se va al río. Su empeño, contra todo lo que le rodea, establece la carga ética de su gesto: romper las condiciones de posibilidad de su propia acción. Introducir, material y simbólicamente, un grano de arena en la maquinaria de muerte industrial en la que está inserto. Dejarse la vida definitivamente entregando un hálito de humanidad última allí donde esta ya no cabe.
(sigue en "spoiler")
II. En esta discusión con aires de guerra la forma resulta ser el campo de batalla. Visualmente, tanto la elección del formato 4:3 en analógico como la mayor parte de los encuadres (primeros planos de la cara inexpresiva de un protagonista que está más allá de la vida porque sabe que ya está muerto) y el uso de la luz parecen dar la razón a la tesis que afirma la irrepresentabilidad de lo sucedido en Auschwitz (epítome de todos los campos de concentración nazis). Los trazos visuales del horror se cuelan esporádicamente en nuestro campo de visión. Los profundos desenfoques configuran manchas de color informes o bien sugieren la posibilidad de cuerpos amontonados, de crematorios improvisados al aire libre o de inmensas fosas comunes. La fenomenología del horror, mediante este desvío óptico, termina funcionando visualmente en segundo plano, como un zumbido escópico permanente del que no podemos librarnos.
III. Lacan, en su reformulación del psicoanálisis, establecía que la vista es el sentido del espectáculo. Que el tacto, gusto y olfato son los sentidos de la intimidad. Y que el oído juega un doble papel: funciona al nivel del espectáculo y también en el plano de lo íntimo. Laszlo Nemesz juega con esta idea y deriva Auschwitz casi por completo a nuestros oídos. Lo retira parcialmente del alcance de nuestros ojos, donde corre el riesgo de transformarse en puro show macabro (pienso en el francotirador de “la lista de Schindler” como ejemplo de ésto), en pura atracción escópica por lo abyecto en vez de repulsión moral cargada de ira. En esta retirada, en la cual el fuera de campo es obliterado continuamente, y en el que los desenfoques convierten la posibilidad de espectacularizar el horror en mero ruido blanco visual, hay una elección ética que vertebra la película, que le confiere su estructura y articula todo su desarrollo.
IV. El sonido, por tanto, carga con la (imposible) representación del horror. A diferencia de la imagen, que, sea cual sea su contenido, parece aspirar siempre secretamente a seducirnos, el sonido aparenta estar al margen. Es pura facticidad que nos habla íntimamente y es atmósfera en la que nos sumergimos simultáneamente. De esta dualidad nace su facultad de hacernos creer tanto en una especie de armonía oculta entre nosotros mismos y el mundo como en la posible disociación de uno mismo con su interioridad. El sonido nos puede llevar más allá de nosotros mismos siguiendo tanto el camino de la liberación como el de la catástrofe.
V. Laszlo Nemesz, pues, centra la mitad de su apuesta fílmica en retirar la imagen nítida del horror y en acercarnos al rostro-máscara de un ya-muerto-en-vida. La otra mitad de ella consiste en envolvernos en los sonidos comunes de un campo de concentración. Nos mete dentro de una coctelera sónica en la que las puertas marcan la frontera entre la vida y la muerte al cerrarse mientras se oyen golpes y gritos sobre ellas, en la que escuchamos los altavoces del campo llamando a los prisioneros a desvestirse antes de la ducha para “ir a cenar”. También escuchamos los gritos de los Kapos (capataces) llamando a sus trabajadores judíos a retirar cuerpos e incinerarlos, a retirar cenizas y a transportarlas. Asistimos a la calculada agenda de trabajo del horror por la vía de la inmersión sonora. Y somos concientes de que es en esta mecanización y automatización del exterminio donde radica lo mas específico del terror nazi. No les bastó con negar la humanidad a los judíos y con desarrollar un milimétrico plan de exterminio: el genocidio debía ser maquínico, debía seguir los estándares de eficacia de la fábrica surgida de la revolución industrial. De esta forma, los cuerpos de los muertos, tratados como cosas indistinguibles unas de otras, intercambiables entre sí, liberadas de los revestimientos todavía reciclables, y destinadas al vertedero, acaban por ser pura excrecencia de la que sólo resta deshacerse.
VI. Basada en una historia real, la rebelión de un sonderkomando -grupo de judíos que trabajaban en los campos de concentración haciendo el trabajo sucio- en 1944, la película precisa de una excusa argumental que simbolice la búsqueda de aquello que aún hace humano a quien está sumergido en pleno corazón de las tinieblas. En este caso, el cuerpo de un adolescente fallecido en las cámaras de gas al que el protagonista decide dar sepultura a toda costa. Librarlo de esa segunda muerte que es la fosa común, la pira colectiva, la ceniza que se va al río. Su empeño, contra todo lo que le rodea, establece la carga ética de su gesto: romper las condiciones de posibilidad de su propia acción. Introducir, material y simbólicamente, un grano de arena en la maquinaria de muerte industrial en la que está inserto. Dejarse la vida definitivamente entregando un hálito de humanidad última allí donde esta ya no cabe.
(sigue en "spoiler")
SPOILER ALERT: The rest of this review may contain important storyline details.
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Spoiler:
VII. Un plano del film reproduce de manera exacta la imagen de una de las cuatro fotografías halladas en Auschwitz que sirvieron de detonante para su realización. Desde una especie de cuarto de herramientas se intuye, envuelta en humo, una pira de cadáveres lista para su cremación. La imagen, tomada en 1944 por un miembro de uno de esos sonderkomando que intentaron fugarse del campo de concentración, tiene un valor simbólico descomunal. Recoge la necesidad de dar testimonio de lo que allí pasó, de negar la negación del holocausto pretendida por los nazis. Al recrear ese instante, al ampararlo en la vaina de una ficción que dota de sentido al gesto, Nemezs ejecuta un acto ético de mayor grado que el relacionado con la forma de su película. Revive un momento único en la historia del ser humano. Le da un contexto y establece las consecuencias de su realización. Homenajea a sus autores al reconocerlos como tales y nos sumerge en el fluido del horror que experimentaron para que nos ahoguemos virtualmente con ellos habiendo comprendido.
VIII. Frente a la idea dominante en nuestras sociedades del cine como vía de escape, como actividad de entretenimiento, como alimento de estetas cultivados o como objeto de consumo masivo al servicio de la venta de todo tipo de objetos ligados a sus imágenes, “El hijo de Saul” nos recuerda el papel del arte cinematográfico y de la cultura como lugar desde el cuál decir aquello que nos incomoda y nos perturba. Concebido así, el cine se revela como dispositivo al servicio de las verdades dolorosas. Como herramienta capaz de indignar y de producir sentimientos airados que pueden movilizarnos a salir de nuestras posiciones de priviliegio. Nadie va al cine a ver “películas sobre campos de concentración” porque sea un amante de éstos. Va porque sabe que por el bien de la idea “humanidad” y por el bien del autoconcepto que cada uno tiene de sí mismo como “ser humano”, es su obligación hacerlo. Ser humano, como bien dice Marta Nussbaum, implica trabajarse tal condición, casi como de una profesión se tratase.
VIII. Frente a la idea dominante en nuestras sociedades del cine como vía de escape, como actividad de entretenimiento, como alimento de estetas cultivados o como objeto de consumo masivo al servicio de la venta de todo tipo de objetos ligados a sus imágenes, “El hijo de Saul” nos recuerda el papel del arte cinematográfico y de la cultura como lugar desde el cuál decir aquello que nos incomoda y nos perturba. Concebido así, el cine se revela como dispositivo al servicio de las verdades dolorosas. Como herramienta capaz de indignar y de producir sentimientos airados que pueden movilizarnos a salir de nuestras posiciones de priviliegio. Nadie va al cine a ver “películas sobre campos de concentración” porque sea un amante de éstos. Va porque sabe que por el bien de la idea “humanidad” y por el bien del autoconcepto que cada uno tiene de sí mismo como “ser humano”, es su obligación hacerlo. Ser humano, como bien dice Marta Nussbaum, implica trabajarse tal condición, casi como de una profesión se tratase.