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Críticas ordenadas por utilidad
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7
25 de julio de 2014
25 de julio de 2014
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Dawn of the Planet of the Apes es, con justicia, el subproducto más interesante que ha ofrecido la franquicia desde que en 1968 Franklin J. Schaffner presentó en sociedad su película de aventuras con tufo de ciencia ficción apocalíptica, tan apreciada por generaciones pasadas y venideras y que creó una marca tan valiosa que sigue generando ganancias casi medio siglo después.
Sin ser excepcional, la mano de Matt Reeves se nota en el cuidado impregnado en la narración, creando una muy digna y disfrutable experiencia cinematográfica, en la que se diatriba sobre bien y mal, la familia, la responsabilidad, la condición humana y el pacifismo, sin llegar a profundizar demasiado ni a proponer planteamientos maniqueos. Se nos ofrece un argumento simple: ante la amenaza de la extinción, se dialoga o se lucha. Por instantes lo que apreciamos en pantalla se puede trasladar perfectamente a un espacio histórico de rico valor antropológico.
Especialmente notable en su manufactura técnica, se nota el empeño de sus encargados por concentrarse en el cuadro facial de sus simios alfa, César y Koba, que en el empaque corporal completo; los homínidos pierden naturalidad pero ganan expresividad. A quienes buscan precisión realista en el diseño esto probablemente les defraude, pero a quienes, como yo, les interesa más el drama, agradecererán, y disfrutarán indudablemente con el despliegue histriónico del gran Andy Serkis, que a estas alturas debería hacerse acreedor a una categoría especial en los premios Óscar.
Por último, no quisiera omitir un detalle que me pareció cruento por parte de la producción: la participación de las hembras en la vida comunitaria del clan de César no sólo es marginal, sino que además es representada con atavismos de género risibles (ellas portan ornamentos como collares o diademas en tanto los machos van desnudos), que dibujan una situación de franca discriminación de género. Cuidado, seguimos enviando mensajes erróneos a las audiencias.
Sin ser excepcional, la mano de Matt Reeves se nota en el cuidado impregnado en la narración, creando una muy digna y disfrutable experiencia cinematográfica, en la que se diatriba sobre bien y mal, la familia, la responsabilidad, la condición humana y el pacifismo, sin llegar a profundizar demasiado ni a proponer planteamientos maniqueos. Se nos ofrece un argumento simple: ante la amenaza de la extinción, se dialoga o se lucha. Por instantes lo que apreciamos en pantalla se puede trasladar perfectamente a un espacio histórico de rico valor antropológico.
Especialmente notable en su manufactura técnica, se nota el empeño de sus encargados por concentrarse en el cuadro facial de sus simios alfa, César y Koba, que en el empaque corporal completo; los homínidos pierden naturalidad pero ganan expresividad. A quienes buscan precisión realista en el diseño esto probablemente les defraude, pero a quienes, como yo, les interesa más el drama, agradecererán, y disfrutarán indudablemente con el despliegue histriónico del gran Andy Serkis, que a estas alturas debería hacerse acreedor a una categoría especial en los premios Óscar.
Por último, no quisiera omitir un detalle que me pareció cruento por parte de la producción: la participación de las hembras en la vida comunitaria del clan de César no sólo es marginal, sino que además es representada con atavismos de género risibles (ellas portan ornamentos como collares o diademas en tanto los machos van desnudos), que dibujan una situación de franca discriminación de género. Cuidado, seguimos enviando mensajes erróneos a las audiencias.
6 de diciembre de 2013
6 de diciembre de 2013
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Decir que Catching Fire es francamente superior a su predecesora, la primigenia The Hunger Games, es hacerle poca justicia a la secuela firmada a encargo por Francis Lawrence. No sólo es estética y narrativamente más elaborada y profunda, sino que además es más arriesgada desde dos puntos de vista que desarrollaré a continuación.
El primero de ellos tiene que ver con la argumentacion. Michael Arndt y Simon Beaufoy, guionistas oscarizados, se encargan de entregar un texto tan fiel al espíritu de la novela de Suzane Collins que contrasta con el Panem de oropel que nos había entregado Gary Ross en la cinta anterior. Así tenemos todos los tópicos que hacen de Catching Fire la novela más interesante de esta saga comercial: desasosiego en los personajes principales, ira y fervor rebelde entre una sociedad mediatizada, una crítica ligera pero persistente sobre el papel del entretenimiento y su relación con el poder y hasta el triángulo amoroso que, si bien resulta desangelado por el poco aporte histriónico de Josh Hutcherson y Liam Hemsworth, hará delicias en el público adolescente y más palomero. El arco narrativo de la obra se antoja sin embargo bastante trillado y por instantes remite a la épica galáctica de George Lucas, pero la astucia de Lawrence en la conducción de la cámara y su acertada decisión de prescindir de la insensata acumulación de clímax que caracteriza tanto al cine de acción de nuestros tiempos, aunado al siempre impoluto paso de Jennifer Lawrence y Donald Sutherland por la pantalla, robándose cada escena, hacen que la película funcione, y por momentos hasta nos olvidamos que este género fue pensado para vender y poco más.
El segundo aspecto en el que se advierte el riesgo tiene que ver con el aspecto político de la trama. Seamos justos. Catching Fire no es ni pretende ser una epopeya con un cifrado mensaje en favor de la liberación de los pueblos oprimidos de la Tierra y su contenido crítico es apenas una estratagema autoral de Collins para conseguir la complicidad emocional con su audiencia lectora, pero los guionistas y Lawrence, director, consiguen hacer del tema "revolución" un punto conector de la estructura de la obra, y en pantalla ese llamado a la rebelión popular se siente como el verdadero protagonista detrás de la preocupación y la ocupación del presidente Snow interpretado por Sutherland. Los poderosos temen, y harán cualquier cosa por conservar sus privilegios, así sea sacrificar a burócratas leales o las tiernas esperanzas de sus nietas (algo francamente cursi y ridículo). Pero también los rebeldes son unas fichitas, porque, aceptémoslo, la revolución, por más puros que sean los ideales que defiende, lee a Maquiavelo y usa el espectáculo en merced de sus objetivos.
Hay elementos para calificar a Catching Fire, si no una joya, sí al menos un blockbuster elegante y sofisticado. La ambientación y los efectos especiales mejoran muchísimo con respecto a la entrega anterior, las secuencias de acción al interior del domo de los Juegos son de lejos más realistas e interesantes, capturando la atención del público sin caer en el exceso del plano corto y de la cámara hiperactiva, recursos tan socorridos por la gran mayoría de cineastas de género de nuestros tiempos. Y, en resumen, Jennifer Lawrence apuntándose un éxito más como una actriz de gran talento. A pesar de sus numerosos defectos, Catching Fire descansa sólidamente sobre los hombros de una devora pantallas.
El primero de ellos tiene que ver con la argumentacion. Michael Arndt y Simon Beaufoy, guionistas oscarizados, se encargan de entregar un texto tan fiel al espíritu de la novela de Suzane Collins que contrasta con el Panem de oropel que nos había entregado Gary Ross en la cinta anterior. Así tenemos todos los tópicos que hacen de Catching Fire la novela más interesante de esta saga comercial: desasosiego en los personajes principales, ira y fervor rebelde entre una sociedad mediatizada, una crítica ligera pero persistente sobre el papel del entretenimiento y su relación con el poder y hasta el triángulo amoroso que, si bien resulta desangelado por el poco aporte histriónico de Josh Hutcherson y Liam Hemsworth, hará delicias en el público adolescente y más palomero. El arco narrativo de la obra se antoja sin embargo bastante trillado y por instantes remite a la épica galáctica de George Lucas, pero la astucia de Lawrence en la conducción de la cámara y su acertada decisión de prescindir de la insensata acumulación de clímax que caracteriza tanto al cine de acción de nuestros tiempos, aunado al siempre impoluto paso de Jennifer Lawrence y Donald Sutherland por la pantalla, robándose cada escena, hacen que la película funcione, y por momentos hasta nos olvidamos que este género fue pensado para vender y poco más.
El segundo aspecto en el que se advierte el riesgo tiene que ver con el aspecto político de la trama. Seamos justos. Catching Fire no es ni pretende ser una epopeya con un cifrado mensaje en favor de la liberación de los pueblos oprimidos de la Tierra y su contenido crítico es apenas una estratagema autoral de Collins para conseguir la complicidad emocional con su audiencia lectora, pero los guionistas y Lawrence, director, consiguen hacer del tema "revolución" un punto conector de la estructura de la obra, y en pantalla ese llamado a la rebelión popular se siente como el verdadero protagonista detrás de la preocupación y la ocupación del presidente Snow interpretado por Sutherland. Los poderosos temen, y harán cualquier cosa por conservar sus privilegios, así sea sacrificar a burócratas leales o las tiernas esperanzas de sus nietas (algo francamente cursi y ridículo). Pero también los rebeldes son unas fichitas, porque, aceptémoslo, la revolución, por más puros que sean los ideales que defiende, lee a Maquiavelo y usa el espectáculo en merced de sus objetivos.
Hay elementos para calificar a Catching Fire, si no una joya, sí al menos un blockbuster elegante y sofisticado. La ambientación y los efectos especiales mejoran muchísimo con respecto a la entrega anterior, las secuencias de acción al interior del domo de los Juegos son de lejos más realistas e interesantes, capturando la atención del público sin caer en el exceso del plano corto y de la cámara hiperactiva, recursos tan socorridos por la gran mayoría de cineastas de género de nuestros tiempos. Y, en resumen, Jennifer Lawrence apuntándose un éxito más como una actriz de gran talento. A pesar de sus numerosos defectos, Catching Fire descansa sólidamente sobre los hombros de una devora pantallas.

6.0
43,963
6
14 de julio de 2013
14 de julio de 2013
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Si hay un elemento en común en el cine de Guillermo del Toro es su inagotable imaginería visual. Un collage multi-diverso en el que convergen su gusto por los géneros de terror, suspenso, gore, ciencia ficción y su peculiar manera de entender el cine como un espacio para la invención de mundos hiperrealistas que anteoponen el valor de la imaginación como potencia creadora (El laberinto de fauno es por ello su obra más acabada). Del Toro comprende como muchos que el mundo que nos rodea es cruel, pero propone como probable escapatoria recurrir a los entresijos de la imaginación, que crea y recrea nuestro universo. No en balde Peter Jackson le había confiado originalmente la dirección de la franquicia de El Hobbit. Es una pena que no hubiese seguido al frente del proyecto -yo me relamía los bigotes por ver su aportación al universo narrativo de Tolkien-.
Afirmar que Del Toro no es un maestro del séptimo arte es poco menos que arriesgado. Por supuesto, no lo es en el sentido habitual del concepto -entiéndase los Kurosawa, los Kubrick, los Bergman, los Coppola-, porque a Del Toro lo que le interesa es trascender su idea única de narrativa como vehículo natural de una construcción visual. Y a pesar de haber escogido el camino del cine comercial y particularmente, de Hollywood -lo que ciertamente limita sus potencialidades e independencia- es indudable que le ha insuflado una calidad insuperable a sus blockbusters de verano.
Pacific Rim es un rompecabezas que pudo haber naufragado muy fácilmente. El cine del caos tiene esa peculiaridad; se corre el riesgo de apostar por una mitología paradigmática, como es el caso del cine de monstruos japonés, del que bebe esta cinta, y terminar siendo una divertida anécdota; o apostar por romper la taquilla y ser roto a pedazos por la crítica seria, como sucede con el cine de Michael Bay. Lo curioso es que Del Toro asume una postura que está a medio camino entre ambas propuestas, y su filme sale a flote sin mayores percances (más allá de algunas pequeñas inconsistencias y del acartonamiento de ciertos personajes). No es que podamos acreditar este éxito enteramente a los aspectos técnicos de su filme, que ya se verá, están espectacularmente ejecutados, sino a la parsimonia del director por mantener la narración centrada en la explosividad y el tenor de sus criaturas.
El prólogo con el que inicia la película es muy acertado: el tratamiento de documental de esas primeras imágenes zozobrantes y caóticas despiertan una sensación de angustia que después será reemplazada por entretenimiento puro en la primera secuencia de acción. Del Toro establece el ritmo inmediatamente. Serán los jaegers y los kaijus los verdaderos protagonistas de su creación. En ellos se condensa el espíritu imaginativo del tapatío: son su fuerza motriz. No en vano su estructura corpórea está cuidada hasta el detalle. A diferencia de las estridentes piezas de chatarra de Michael Bay en "Transformers", hay algo de simetría, de perfecta composición arquitectónica en los jaegers. Por otro lado, los Kaijus representan, con sorna, una versión mejorada de los Godzillas japoneses del cine de caos. En sus batallas, idealmente filmadas, se concentra el homenaje: Del Toro incluso se da el lujo de lanzar un guiño a otro de sus temas predilectos: los samuráis, con una oportuna espada que corta en dos a una de las monstruosas criaturas de ultramar.
Los humanos son un pretexto para exponer ciertas posiciones políticas de su director que quizá pasaron inadvertidas para los ejecutivos que supervisaron el proyecto: en primer lugar, aquí no hay héroe, si bien Charlie Hunnam paradigmáticamente ocuparía este sitio, sino héroes. Y, ¡sorpresa! los héroes respetan una cuota de multirracialidad. Tenemos un afroamericano, una asiática y un caucásico -además de los científicos que, aceptémoslo, junto con el personaje de Ron Perlman, dan más pena que alivio-. En segundo lugar, no se fuerza una historia de amor entre los protagonistas, si bien hay algunos escarceos. En tercer lugar, la heroína femenina no es una ruda trepadora llena de testosterona o sensualidad, sino una científica oriental con una cruenta historia detrás de sí. Y por último, aquí, como en alguna lectura de la realidad estadounidense, los políticos no sirven sino para construir muros para contener "la amenaza". Es una suerte de resistencia paramilitar la que consigue acabar con los kaijus. Se reinvindica pues, desde cierto punto de vista, a la ciudadanía mundial. En una entrevista reciente, Del Toro admitió haber introducido esta alegoría a propósito. De ahí se advierte que el tapatío ha ganado poder y respeto en la industria del otro lado de la frontera -aunque esto último debió habernos quedado claro cuando varó un proyecto conjunto con Peter Jackson-.
En contra del filme: sus imprecisiones argumentativas, como la asunción de un abismo inter-dimensional en el que las comunicaciones humanas siguen funcionando, o dejar sentado que los kaijus experimentaron genéticamente dejando a los dinosaurios (que nacían de huevos) en la tierra, para después "mamificar" a los kaijus embarazándolos sin más; las petulantes excentricidades histriónicas de Charlie Day y Ron Perlman y su precipitado final.
En suma, Pacific Rim -siempre que obviemos sus vulgares deslices humorísticos- es un buen ejercicio cinematográfico en el contexto del cine de caos, y especialmente, en el cine taquillero de verano. Resume en dos horas de explosiva acción los sentimientos de aquellos que, como yo, siendo niños, salíamos de las salas de cine saltando y peleando contra monstruos y todo aquello que considerábamos una amenaza.
Afirmar que Del Toro no es un maestro del séptimo arte es poco menos que arriesgado. Por supuesto, no lo es en el sentido habitual del concepto -entiéndase los Kurosawa, los Kubrick, los Bergman, los Coppola-, porque a Del Toro lo que le interesa es trascender su idea única de narrativa como vehículo natural de una construcción visual. Y a pesar de haber escogido el camino del cine comercial y particularmente, de Hollywood -lo que ciertamente limita sus potencialidades e independencia- es indudable que le ha insuflado una calidad insuperable a sus blockbusters de verano.
Pacific Rim es un rompecabezas que pudo haber naufragado muy fácilmente. El cine del caos tiene esa peculiaridad; se corre el riesgo de apostar por una mitología paradigmática, como es el caso del cine de monstruos japonés, del que bebe esta cinta, y terminar siendo una divertida anécdota; o apostar por romper la taquilla y ser roto a pedazos por la crítica seria, como sucede con el cine de Michael Bay. Lo curioso es que Del Toro asume una postura que está a medio camino entre ambas propuestas, y su filme sale a flote sin mayores percances (más allá de algunas pequeñas inconsistencias y del acartonamiento de ciertos personajes). No es que podamos acreditar este éxito enteramente a los aspectos técnicos de su filme, que ya se verá, están espectacularmente ejecutados, sino a la parsimonia del director por mantener la narración centrada en la explosividad y el tenor de sus criaturas.
El prólogo con el que inicia la película es muy acertado: el tratamiento de documental de esas primeras imágenes zozobrantes y caóticas despiertan una sensación de angustia que después será reemplazada por entretenimiento puro en la primera secuencia de acción. Del Toro establece el ritmo inmediatamente. Serán los jaegers y los kaijus los verdaderos protagonistas de su creación. En ellos se condensa el espíritu imaginativo del tapatío: son su fuerza motriz. No en vano su estructura corpórea está cuidada hasta el detalle. A diferencia de las estridentes piezas de chatarra de Michael Bay en "Transformers", hay algo de simetría, de perfecta composición arquitectónica en los jaegers. Por otro lado, los Kaijus representan, con sorna, una versión mejorada de los Godzillas japoneses del cine de caos. En sus batallas, idealmente filmadas, se concentra el homenaje: Del Toro incluso se da el lujo de lanzar un guiño a otro de sus temas predilectos: los samuráis, con una oportuna espada que corta en dos a una de las monstruosas criaturas de ultramar.
Los humanos son un pretexto para exponer ciertas posiciones políticas de su director que quizá pasaron inadvertidas para los ejecutivos que supervisaron el proyecto: en primer lugar, aquí no hay héroe, si bien Charlie Hunnam paradigmáticamente ocuparía este sitio, sino héroes. Y, ¡sorpresa! los héroes respetan una cuota de multirracialidad. Tenemos un afroamericano, una asiática y un caucásico -además de los científicos que, aceptémoslo, junto con el personaje de Ron Perlman, dan más pena que alivio-. En segundo lugar, no se fuerza una historia de amor entre los protagonistas, si bien hay algunos escarceos. En tercer lugar, la heroína femenina no es una ruda trepadora llena de testosterona o sensualidad, sino una científica oriental con una cruenta historia detrás de sí. Y por último, aquí, como en alguna lectura de la realidad estadounidense, los políticos no sirven sino para construir muros para contener "la amenaza". Es una suerte de resistencia paramilitar la que consigue acabar con los kaijus. Se reinvindica pues, desde cierto punto de vista, a la ciudadanía mundial. En una entrevista reciente, Del Toro admitió haber introducido esta alegoría a propósito. De ahí se advierte que el tapatío ha ganado poder y respeto en la industria del otro lado de la frontera -aunque esto último debió habernos quedado claro cuando varó un proyecto conjunto con Peter Jackson-.
En contra del filme: sus imprecisiones argumentativas, como la asunción de un abismo inter-dimensional en el que las comunicaciones humanas siguen funcionando, o dejar sentado que los kaijus experimentaron genéticamente dejando a los dinosaurios (que nacían de huevos) en la tierra, para después "mamificar" a los kaijus embarazándolos sin más; las petulantes excentricidades histriónicas de Charlie Day y Ron Perlman y su precipitado final.
En suma, Pacific Rim -siempre que obviemos sus vulgares deslices humorísticos- es un buen ejercicio cinematográfico en el contexto del cine de caos, y especialmente, en el cine taquillero de verano. Resume en dos horas de explosiva acción los sentimientos de aquellos que, como yo, siendo niños, salíamos de las salas de cine saltando y peleando contra monstruos y todo aquello que considerábamos una amenaza.
6 de mayo de 2014
6 de mayo de 2014
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Se escribe sobre The Amazing Spider-Man 2 teniendo siempre como referencia a la saga de Sam Raimi. Ni modo; es improbable quitarse esa losa. En concreto, y por ser secuela, se la observa recordando Spider-Man 2 de Raimi. La crítica, en su tiempo, fue casi unánime al respecto: aquella cinta se elevó a la categoría de hito para el cine de superhéroes, o mejor dicho, para el cine adaptado de la sub-corriente narrativa del cómic o novela gráfica (que no son lo mismo, cabe señalar). ¿Por qué? Ante todo por la capacidad de Raimi de dotar al filme de algo más que escenas de acción y batallas memorables: le dio una unidad dramática, un coro grupal y tópicos pertinentes en los dos universos conflictuales que caracterizan la narrativa de los vigilantes enmascarados; la lucha entre bien y mal y el conflicto de personalidad.
Todas estas características están también presentes en The Amazing Spider-Man 2, de Marc Webb, pero lo que le impide ser una película redonda es su carencia de otros aspectos decisivos en el quehacer cinematográfico de acción: desarrollo profundo de los personajes antagónicos y coherencia en el manejo de las secuencias climáticas. Es por ello que salgo de la sala de cine con un extraño sabor en el paladar, sabedor de que el filme se ahogó no por sus extensas pretensiones, sino por decisiones de escritorio.
Veamos: cuando Sony Pictures decidió entregar el proyecto del remake de Spidey a Webb, lo hizo confiándose a lo que vio en pantalla con 500 Days of Summer, una comedia romántica elegante en la que el debutante director consiguió introducirnos de lleno en una fábula adolescente pintando de manera grácil e inteligente el mundo emocional de un varón que se abre paso en la edad adulta. Esta habilidad narrativa hizo pensar a los ejecutivos que Webb era el ideal para conseguir un Peter Parker más creíble, o acaso más emparentado con el Parker que Stan Lee y Steve Ditko imaginaron y desarrollaron. En efecto, Webb consiguió un Parker más creíble como adolescente atribulado que el ingenuo insoportable (por bobalicón) que llegó a ser por momentos Tobey Maguire, y la química entre Andrew Garfield y Emma Stone es insuperable, superior por mucho a la que jamás encontraron Maguire y Kirsten Dunst en la saga de Raimi.
Pero ojo: si la saga del arácnido fuese tan sólo un recorrido por los sinsabores de la vida de instituto y crisis de pareja, más les habría valido ahorrarse los millones de dólares en CGI y en los contratos de gente como Jamie Foxx, Sally Field y Chris Cooper, porque todos, sin excepción, fueron utilizados sin tino en el filme. Veamos. Afirmábamos ya que The Amazing Spider-Man 2 atiende a la perfección el arco dramático entre la pareja protagonista, asume con firmeza los vaivenes emocionales del joven Peter Parker y entiende perfectamente que la crisis de personalidad y la eterna lucha dual entre bien y mal son el eje de la actuación del héroe enmascarado entre la sociedad. En ese sentido, Webb traza líneas argumentales sólidas, no hay mayor problema.
No obstante, un filme de superhéroes se define en gran medida en el reconocimiento de la otredad. Es decir, el héroe se afirma siempre y cuando se le contraste con lo que no es. En este caso, el villano, el antagonista. ¿Asumen con carácter y nervio Webb y sus guionistas esta contradicción? Jamás. No sólo nos entregan un risible antecedente de Max Dillon (Jamie Foxx), sino que lo despojan de una motivación coherente para hacer el mal. Otro es el caso de Harry Osborne, quien nuevamente está mejor definido con Webb que con Raimi. Pero también a Dane DeHaan le hace falta tiempo para desarrollar su transformación. Más minutos en pantalla habrían fortalecido la trama. Al final, su superflua aparición como villano enloquecido desencadenará el acto trágico mayúsculo del legado Spider-Man (omito decir de qué se trata), pero insistimos, hizo falta arrastrar el lápiz en la construcción de su personaje. Ni qué decir del papel milimétrico reservado a Sally Field; una auténtica desvergüenza.
Por último está el uso del CGI sin un criterio definido sobre el montaje y el curso de la acción visual. Mi buen amigo Horacio Godinez nos da un botón de muestra. Para él, la secuencia inicial, después de un prólogo demasiado largo, evidencia la ausencia de un buen editor en la sala de montaje. Webb mezcla de forma burda una persecución de Spidey (alternando con diálogos trillados y ladronzuelos caricaturescos) en paralelo con un memorable discurso de Gwen Stacy en su graduación del bachillerato. Discurso que será apreciado más adelante en el metraje con mayor detenimiento. El atrevimiento de Webb es un error de novato: le quita fuerza a la escena formal de Emma Stone y nos distrae de la acción introductoria del héroe arácnido. Un ejemplo bastante pedagógico para ser usado en las aulas donde se impartan programas audiovisuales sobre cómo no montar una escena.
Todas estas características están también presentes en The Amazing Spider-Man 2, de Marc Webb, pero lo que le impide ser una película redonda es su carencia de otros aspectos decisivos en el quehacer cinematográfico de acción: desarrollo profundo de los personajes antagónicos y coherencia en el manejo de las secuencias climáticas. Es por ello que salgo de la sala de cine con un extraño sabor en el paladar, sabedor de que el filme se ahogó no por sus extensas pretensiones, sino por decisiones de escritorio.
Veamos: cuando Sony Pictures decidió entregar el proyecto del remake de Spidey a Webb, lo hizo confiándose a lo que vio en pantalla con 500 Days of Summer, una comedia romántica elegante en la que el debutante director consiguió introducirnos de lleno en una fábula adolescente pintando de manera grácil e inteligente el mundo emocional de un varón que se abre paso en la edad adulta. Esta habilidad narrativa hizo pensar a los ejecutivos que Webb era el ideal para conseguir un Peter Parker más creíble, o acaso más emparentado con el Parker que Stan Lee y Steve Ditko imaginaron y desarrollaron. En efecto, Webb consiguió un Parker más creíble como adolescente atribulado que el ingenuo insoportable (por bobalicón) que llegó a ser por momentos Tobey Maguire, y la química entre Andrew Garfield y Emma Stone es insuperable, superior por mucho a la que jamás encontraron Maguire y Kirsten Dunst en la saga de Raimi.
Pero ojo: si la saga del arácnido fuese tan sólo un recorrido por los sinsabores de la vida de instituto y crisis de pareja, más les habría valido ahorrarse los millones de dólares en CGI y en los contratos de gente como Jamie Foxx, Sally Field y Chris Cooper, porque todos, sin excepción, fueron utilizados sin tino en el filme. Veamos. Afirmábamos ya que The Amazing Spider-Man 2 atiende a la perfección el arco dramático entre la pareja protagonista, asume con firmeza los vaivenes emocionales del joven Peter Parker y entiende perfectamente que la crisis de personalidad y la eterna lucha dual entre bien y mal son el eje de la actuación del héroe enmascarado entre la sociedad. En ese sentido, Webb traza líneas argumentales sólidas, no hay mayor problema.
No obstante, un filme de superhéroes se define en gran medida en el reconocimiento de la otredad. Es decir, el héroe se afirma siempre y cuando se le contraste con lo que no es. En este caso, el villano, el antagonista. ¿Asumen con carácter y nervio Webb y sus guionistas esta contradicción? Jamás. No sólo nos entregan un risible antecedente de Max Dillon (Jamie Foxx), sino que lo despojan de una motivación coherente para hacer el mal. Otro es el caso de Harry Osborne, quien nuevamente está mejor definido con Webb que con Raimi. Pero también a Dane DeHaan le hace falta tiempo para desarrollar su transformación. Más minutos en pantalla habrían fortalecido la trama. Al final, su superflua aparición como villano enloquecido desencadenará el acto trágico mayúsculo del legado Spider-Man (omito decir de qué se trata), pero insistimos, hizo falta arrastrar el lápiz en la construcción de su personaje. Ni qué decir del papel milimétrico reservado a Sally Field; una auténtica desvergüenza.
Por último está el uso del CGI sin un criterio definido sobre el montaje y el curso de la acción visual. Mi buen amigo Horacio Godinez nos da un botón de muestra. Para él, la secuencia inicial, después de un prólogo demasiado largo, evidencia la ausencia de un buen editor en la sala de montaje. Webb mezcla de forma burda una persecución de Spidey (alternando con diálogos trillados y ladronzuelos caricaturescos) en paralelo con un memorable discurso de Gwen Stacy en su graduación del bachillerato. Discurso que será apreciado más adelante en el metraje con mayor detenimiento. El atrevimiento de Webb es un error de novato: le quita fuerza a la escena formal de Emma Stone y nos distrae de la acción introductoria del héroe arácnido. Un ejemplo bastante pedagógico para ser usado en las aulas donde se impartan programas audiovisuales sobre cómo no montar una escena.

6.8
78,986
7
27 de diciembre de 2013
27 de diciembre de 2013
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"¿Quis custodiet ipsos custodes?"
- Juvenal -
El orden social en el mundo contemporáneo es una construcción humana, se nos ha dicho hasta el cansancio. Este orden requiere de estructuras llamadas organizaciones, para producirse y mantenerse. Las organizaciones, a su vez, responden a dinámicas jerárquicas que reproducen el orden e imponen una serie de categorías y funciones a sus miembros, cuya mera existencia está basada en el hecho de mantener el orden consabido. Pero, ¿qué asegura que los seres se comporten conforme a su función en la organización?
La respuesta más sencilla es la vigilancia. Así, la sociología moderna llegó finalmente a la paradoja que reproduce la frase de Juvenal citada al inicio de este texto: si alguien se encarga de vigilar el orden, ¿quién vigila a los vigilantes? Este axioma podría repetirse hasta el infinito. El genial historietista Alan Moore partió de esta premisa para elaborar una mítica novela gráfica a mediados de la década de 1980: Watchmen, base narrativa de la cinta de Zack Snyder que pretendo reseñar aquí. En descargo propio, debo aclarar que no conozco el material original de Moore, pero la adaptación filmográfica de Snyder es una obra peculiarísima, con tanta calidad como podría aspirara tener y que, junto con The Dark Knight de Christopher Nolan, representa la adaptación de cómics más oscura y madura que el cine comercial haya hecho.
A ello contribuye la estética adoptada por Snyder, calca fidedigna, según el material adyacente a la versión en DVD, del arte del cómic de Moore, y una narrativa inteligentemente apoyada en la voz en off del genial Rorschach, uno de los superhéroes que componen el cataclísmico universo de Watchmen. Instalada en un 1985 imaginario, en el que las tensiones nucleares por la Guerra Fría mantienen a Richard Nixon en el poder y en el que el régimen ha prohibido la actividad vigilante de los superhéroes (arquetipos de la sociedad de posguerra), la historia es una irregular fábula sobre una sociedad distópica que desconfía de los superhéroes a raíz de una serie de incidentes paradigmáticos.
A través de la lente profunda de un Rorschach interpretado con esmero por Jackie Earle Haley, conocemos el pasado de los vigilantes a medida que se profundiza en la investigación del asesinato de uno de ellos: el Comediante, y se tiende un interesante si bien no siempre rotundo análisis psicológico de las motivaciones y los fundamentos del justiciero y su papel ante la sociedad y la vida propia. El romance entre Owl y Laurie es tratado, por ejemplo, con pedante cursilería, mientras que la confusión existencial del Dr. Manhattan abre uno de los arcos narrativos y tópicos más interesantes que el género haya tocado jamás, eso sin contar con la genial ilustración de la evolución psicótica de Rorschach. Al clímax, no obstante, le falta fuerza y para quienes no leímos el texto original resulta difícil concebir la ambivalencia de Ozymandias y la súbita oposición de Rorschach, además de carecer de un tono coherente a lo largo de las más de dos horas de metraje.
La ambientación y la manera en que Snyder conduce los encuadres enfatizan el estado opresivo del filme, haciéndolo pariente por momentos de la ciencia ficción, aunque en el corte final surge la sensación, para los neófitos en el universo de Watchmen, de que el filme se queda corto al intentar recorrer uno por uno a los personajes. Leo muchos comentarios y críticas sobre la ingenuidad de pretender adaptar la que es considerada la obra maestra de Moore al lenguaje cinematográfico, por las peculiaridades estructurales de su narrativa, y muchos conocedores coinciden en señalar que esta cinta es tan buena como pudo ser. Absolutamente recomendable.
- Juvenal -
El orden social en el mundo contemporáneo es una construcción humana, se nos ha dicho hasta el cansancio. Este orden requiere de estructuras llamadas organizaciones, para producirse y mantenerse. Las organizaciones, a su vez, responden a dinámicas jerárquicas que reproducen el orden e imponen una serie de categorías y funciones a sus miembros, cuya mera existencia está basada en el hecho de mantener el orden consabido. Pero, ¿qué asegura que los seres se comporten conforme a su función en la organización?
La respuesta más sencilla es la vigilancia. Así, la sociología moderna llegó finalmente a la paradoja que reproduce la frase de Juvenal citada al inicio de este texto: si alguien se encarga de vigilar el orden, ¿quién vigila a los vigilantes? Este axioma podría repetirse hasta el infinito. El genial historietista Alan Moore partió de esta premisa para elaborar una mítica novela gráfica a mediados de la década de 1980: Watchmen, base narrativa de la cinta de Zack Snyder que pretendo reseñar aquí. En descargo propio, debo aclarar que no conozco el material original de Moore, pero la adaptación filmográfica de Snyder es una obra peculiarísima, con tanta calidad como podría aspirara tener y que, junto con The Dark Knight de Christopher Nolan, representa la adaptación de cómics más oscura y madura que el cine comercial haya hecho.
A ello contribuye la estética adoptada por Snyder, calca fidedigna, según el material adyacente a la versión en DVD, del arte del cómic de Moore, y una narrativa inteligentemente apoyada en la voz en off del genial Rorschach, uno de los superhéroes que componen el cataclísmico universo de Watchmen. Instalada en un 1985 imaginario, en el que las tensiones nucleares por la Guerra Fría mantienen a Richard Nixon en el poder y en el que el régimen ha prohibido la actividad vigilante de los superhéroes (arquetipos de la sociedad de posguerra), la historia es una irregular fábula sobre una sociedad distópica que desconfía de los superhéroes a raíz de una serie de incidentes paradigmáticos.
A través de la lente profunda de un Rorschach interpretado con esmero por Jackie Earle Haley, conocemos el pasado de los vigilantes a medida que se profundiza en la investigación del asesinato de uno de ellos: el Comediante, y se tiende un interesante si bien no siempre rotundo análisis psicológico de las motivaciones y los fundamentos del justiciero y su papel ante la sociedad y la vida propia. El romance entre Owl y Laurie es tratado, por ejemplo, con pedante cursilería, mientras que la confusión existencial del Dr. Manhattan abre uno de los arcos narrativos y tópicos más interesantes que el género haya tocado jamás, eso sin contar con la genial ilustración de la evolución psicótica de Rorschach. Al clímax, no obstante, le falta fuerza y para quienes no leímos el texto original resulta difícil concebir la ambivalencia de Ozymandias y la súbita oposición de Rorschach, además de carecer de un tono coherente a lo largo de las más de dos horas de metraje.
La ambientación y la manera en que Snyder conduce los encuadres enfatizan el estado opresivo del filme, haciéndolo pariente por momentos de la ciencia ficción, aunque en el corte final surge la sensación, para los neófitos en el universo de Watchmen, de que el filme se queda corto al intentar recorrer uno por uno a los personajes. Leo muchos comentarios y críticas sobre la ingenuidad de pretender adaptar la que es considerada la obra maestra de Moore al lenguaje cinematográfico, por las peculiaridades estructurales de su narrativa, y muchos conocedores coinciden en señalar que esta cinta es tan buena como pudo ser. Absolutamente recomendable.
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