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España España · Zaragoza
Voto de Juan Solo:
7
Comedia. Drama Karol ama profundamente a Dominique, pero ella lo abandona debido a que él sufre un problema de impotencia. Entonces decide volver, con su amigo Nikolai, a su Polonia natal. (FILMAFFINITY)
31 de marzo de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
De los tres episodios que integran la denominada trilogía de los colores de Kzrystof Kieslowski, Blanco es sin duda el que desde siempre más me ha desconcertado. Al siempre poético y metafísico director polaco parece habérsele olvidado en este segundo episodio de la saga que el color elegido para el título de su obra es el que se suele usarse tradicionalmente para representar la inocencia y la pureza. Ni rastro ni de una ni de otra a lo largo de noventa y dos minutos de metraje. Se supone además que este mismo título remite a la franja central de la insignia nacional francesa, emblema a su vez de otros tantos valores indispensables de nuestra civilización y cultura. Tampoco veo mucho yo de libertad o fraternidad y mucho menos de igualdad en este segundo capítulo. Y si uno lo piensa con detenimiento, hay que bizquear mucho los ojos para intentar vislumbrar también algo de estos valores en el resto de compañeras de tríada. Evidentemente, sí había cierto sentimiento de unidad y solidaridad en la particular relación que establecían Trintignant y Jacob a lo largo de Rojo, o en el empeño de la Binoche de Azul por completar esa sinfonía europea que había quedado inacabada al fallecer su esposo. Más que una sinfonía inacabada, Blanco se erige en un réquiem por el Viejo Continente, la constatación evidente de que la ansiada idea europea ha fracasado de forma definitiva.

Vemos pues como el uso simbólico del blanco da juego, si quiera como negación. El humor que emplea Kieslowsky en el film, y en esto se desmarca de los otros dos capítulos de la trilogía, es más que negro, negrísimo. En cuestiones de género, el polaco también apunta al negro urdiendo una trama de venganza y corruptelas que poco tiene que ver con el lirismo de las historias que protagonizaban Binoche y Jacob. Sólo los aspectos cromáticos parecen justificar en parte el título. La película arranca en la Ciudad de La Luz más brillante que nunca, con una novia en el día de su boda exhibiendo su níveo cutis y su radiante sonrisa. No obstante, Kieslowski no tarda en sumergirnos en la oscuridad del metro parisino para llevarnos después a la nevada Polonia, retratada, eso sí, en tonos mucho más sombríos.

En realidad, Blanco es la nota disonante en el conjunto de las tres películas que conforman la serie. Hay un detalle brillante nada más comenzar, con ese cameo fugaz de Binoche la Julie de Azul, entrando en la sala del juzgado en la que se inicia el film, y saliendo de ella rápidamente constatando que esa ya no es en efecto su película. Por primera vez en la trilogía, Kieslowski sale de la Francia que le acogió como exiliado para huir con la maleta de cartón (metido en ella más bien) a la Polonia que le vio nacer, contribuyendo con ese viaje de ida y vuelta a definir su film de perfil más político. Está en la imagen de Delpy, musa incontestable del cine de autor contemporáneo; Kieslowski se antoja parada obligada en una carrera que empieza en Godard, y de momento desemboca en Richard Linklater. Ella sería esa Francia luminosa y exultante, y por extensión esa Europa rica que menosprecia y recela de todo cuanto observa alrededor.

Resulta interesante revisar este Blanco dos décadas después de su estreno, al hilo de los acontecimientos que han ido surgiendo en los últimos tiempos y que han convertido al continente en lo que en la actualidad es. La crisis de los mal llamados refugiados -porque parece que paradójica y tristemente nunca han de encontrar refugio entre nosotros-, el auge del yihaidismo o de los movimientos nacionalistas evidencian el fracaso de la unidad europea, la incapacidad por parte de sus dirigentes de establecer un frente común para resolver los problemas que nos asolan.

Dicen las malas lenguas que lo de la trilogía de los colores no era más que una excusa tramada por Kieslowski, quien sólo habría pretendido adular así al tradicional chauvinismo galo, regalarle la oreja para conseguir financiación de su industria y poder rodar las tres películas que a la postre acabaron siendo su testamento cinematográfico. No deja de tener sentido visto lo visto.

Europa es, ha sido y será siempre, un matrimonio de conveniencia. Las más mínimas rencillas o discrepancias pueden hacerlo estallar todo por los aires. Y las consecuencias, a la vista está, también, pueden ser nefastas. El cine, como siempre, se adelantó a los acontecimientos. Blanco anunciaba en realidad y con dos décadas de antelación el certificado de defunción de un continente. Kieslowski ya nos lo avisó con tiempo. Pero entonces apenas nos dimos cuenta.
Juan Solo
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