Media votos
7.8
Votos
1,391
Críticas
273
Listas
61
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Mis críticas favoritas
- Contacto
-
Compartir su perfil
Voto de davilochi:
10
6.9
57
Drama
En la Polonia de los años 30, era costumbre para algunas familias cristianas enviar a sus hijos a vivir durante un tiempo con familias judías, para tender lazos entre culturas. Por este motivo, Iván pasa una temporada en casa de una familia judía, aprendiendo la lengua yiddish y haciendo amistad con Abraham, el niño de su familia de acogida. (FILMAFFINITY)
17 de enero de 2012
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El escritor Andrzej Stasiuk se pregunta en su obra "De camino a Babadag" por los destinos de un acordeanista ciego y su lazarillo, aparecidos juntos en una enigmática fotografía capturada en un lugar indeterminado de Europa centro-oriental entre los años 20 y 30. El autor polaco aparece obsesionado por la imagen: dónde fue echada, quiénes son y, en definitiva, qué fue de ellos. Quizás, por qué no, en algún momento se cruzaron con los protagonistas de la película o conocieron a alguien que tenía algún tipo de relación con éstos. Todo es posible. Precisamente, el cine ha sido para el siglo XX el vehículo que ha dado expresión plástica a los sueños y las pesadillas de millones de personas de todo el orbe y, a finales de esta centuria de infausto recuerdo, Yolande Zauberman nos regaló esta obra sorprendente e impecable para ponernos frente a algunas de nuestras pesadillas. Todo lo que desfila ante nuestras retinas y entra por nuestros oídos a lo largo de esta película son los reflejos y los ecos de un mundo que fue asesinado por sus propios habitantes, un mundo muerto, como el de la foto que obsesiona a Stasiuk.
Aunque la directora parte con la ventaja de saber lo que ocurrió, lo cierto es que esto no resta ningún valor a la película, que ofrece una mirada amplia, profunda y dolorosa de un pasado no tan remoto del continente europeo. No por nada, la directora es la hija de inmigrantes polacos que sobrevivieron al Holocausto, lo cual, no obstante, no es razón para los sentimentalismos en ningún momento, sino que sirve como estímulo para ahondar varios metros más abajo. Quizás el valor del trabajo resida en el hecho de que se opone diametralmente a la conversión de la Shoah -es decir, el sufrimiento y la muerte de millones de personas- en una producción capitalista desnaturalizada y, a su vez, reintegrada en la memoria colectiva de los europeos como parte de la identidad de éstos. Si bien, hay cierta contradicción en lo que digo, porque toda memoria es desnaturalizada en tanto que extrae lo acontecido de su ecosistema; si no, no estaríamos hablando de memoria, evidentemente.
En cualquier caso, no deja de ser curiosa la actitud europea hacia el Holocausto si tenemos en cuenta que hace varias décadas miles de personas colaboraban activamente con los alemanes en su empeño por arrancar a los judíos del continente de una vez por todas y para siempre (Thomas Grosz, "Vecinos"; Richard Rhodes, "Amos de la muerte"). Sí, podrán decirme que poco tienen que ver los europeos de entonces con los de hoy, de acuerdo, pero nadie podrá negarme que es mucho más fácil convertir a los judíos exterminados en parte de nuestro patrimonio común una vez que ya no queda ninguno o, a lo sumo, estos ya no son percibidos como un ente diferenciado y, por lo tanto, amenazador.
Aunque la directora parte con la ventaja de saber lo que ocurrió, lo cierto es que esto no resta ningún valor a la película, que ofrece una mirada amplia, profunda y dolorosa de un pasado no tan remoto del continente europeo. No por nada, la directora es la hija de inmigrantes polacos que sobrevivieron al Holocausto, lo cual, no obstante, no es razón para los sentimentalismos en ningún momento, sino que sirve como estímulo para ahondar varios metros más abajo. Quizás el valor del trabajo resida en el hecho de que se opone diametralmente a la conversión de la Shoah -es decir, el sufrimiento y la muerte de millones de personas- en una producción capitalista desnaturalizada y, a su vez, reintegrada en la memoria colectiva de los europeos como parte de la identidad de éstos. Si bien, hay cierta contradicción en lo que digo, porque toda memoria es desnaturalizada en tanto que extrae lo acontecido de su ecosistema; si no, no estaríamos hablando de memoria, evidentemente.
En cualquier caso, no deja de ser curiosa la actitud europea hacia el Holocausto si tenemos en cuenta que hace varias décadas miles de personas colaboraban activamente con los alemanes en su empeño por arrancar a los judíos del continente de una vez por todas y para siempre (Thomas Grosz, "Vecinos"; Richard Rhodes, "Amos de la muerte"). Sí, podrán decirme que poco tienen que ver los europeos de entonces con los de hoy, de acuerdo, pero nadie podrá negarme que es mucho más fácil convertir a los judíos exterminados en parte de nuestro patrimonio común una vez que ya no queda ninguno o, a lo sumo, estos ya no son percibidos como un ente diferenciado y, por lo tanto, amenazador.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
En la película suenan los ecos del yiddish, "lingua franca" de aquella Mitteleuropa cuya principal seña de identidad eran sus hablantes, esas comunidades de judíos ashkenazíes repartidos desde Polonia a los países Bálticos, desde Eslovaquia a Ucrania. Esa misma lengua que tanto sorprendió a un joven Imre Kertész cuando la oyó por primera vez al abrirse los vagones precintados de un tren que lo llevó junto a decenas de personas en un viaje sin retorno -para la mayor parte de ellos así fue- de Budapest a las profundidades de Polonia, a un lugar llamado Auschwitz que por aquel entonces decía más bien poco. Sí, era una lengua con una sonoridad particular, parecida al alemán que Kertész conocía de sus años de escuela, pero que, sin embargo, no entendía. Un fenómeno producido por siglos de aislamiento impuesto y voluntario quizás a partes iguales y que, en cuestión de cinco años fue llevado al borde de la extinción, como estuvo a punto de ocurrir con los sefardíes de la cuenca mediterránea, aunque esa es otra historia, si bien no hay que olvidar que todas las historias son parecidas, en tanto que tienen a seres humanos por protagonistas. El yiddish se había convertido en una parte integrante de un conjunto de tradiciones que debían servir, junto a una moral rígida y estricta, para preservar el frágil equilibrio en que se movían aquellas comunidades de ashkenazíes, de ahí su autorepresión en el empleo de las lenguas del entorno que, no obstante, manejaban a la perfección.
La película de Yolande Zauberman pone al descubierto todas las miserias que rodearon la compleja convivencia interétnica en aquel lejano confín de Europa -aunque quizás la lejanía sea puramente geográfica: demasiadas supersticiones, demasiada miseria física en un espacio de tierra tan pequeño como para que convivieran felizmente judíos, ucranianos, polacos, bielorrusos, lituanos, rusos, gitanos... ricos, no tan ricos, pobres y no tan pobres; ortodoxos y católicos; judíos y gentiles. Al ser humano le cuesta dilucidar cómo debe abordar el pasado, son demasiadas las cosas que cree que lo unen a éste como para que esa mirada no sea turbia y difusa. Yo mismo no sé cuál es la postura adecuada ante determinados fenómenos del pasado.
Más allá de todo lo dicho, lo cierto es que aquel era un mundo asfixiante que olía a escombro enmohecido y tenía el sabor dulzón de la muerte diaria. Los que como Rachel, Ivan o Abraham eligieron vivir tuvieron que huir de allí en busca de un mundo con más libertad, más igualdad y más fraternidad, la propia Rachel expresa muy bien el drama de un pueblo condenado a sí mismo y por los demás al no poder expresar sus sentimientos. Pero muchos quedaron cortos en su huida y se encontraron con un destino similar a los que decidieron o se vieron obligados a quedarse, si bien, la desmemoria y la sorprendente capacidad regeneradora de los bosques polacos estuvieron a punto de cubrir el infierno de vida y de indiferencia.
La película de Yolande Zauberman pone al descubierto todas las miserias que rodearon la compleja convivencia interétnica en aquel lejano confín de Europa -aunque quizás la lejanía sea puramente geográfica: demasiadas supersticiones, demasiada miseria física en un espacio de tierra tan pequeño como para que convivieran felizmente judíos, ucranianos, polacos, bielorrusos, lituanos, rusos, gitanos... ricos, no tan ricos, pobres y no tan pobres; ortodoxos y católicos; judíos y gentiles. Al ser humano le cuesta dilucidar cómo debe abordar el pasado, son demasiadas las cosas que cree que lo unen a éste como para que esa mirada no sea turbia y difusa. Yo mismo no sé cuál es la postura adecuada ante determinados fenómenos del pasado.
Más allá de todo lo dicho, lo cierto es que aquel era un mundo asfixiante que olía a escombro enmohecido y tenía el sabor dulzón de la muerte diaria. Los que como Rachel, Ivan o Abraham eligieron vivir tuvieron que huir de allí en busca de un mundo con más libertad, más igualdad y más fraternidad, la propia Rachel expresa muy bien el drama de un pueblo condenado a sí mismo y por los demás al no poder expresar sus sentimientos. Pero muchos quedaron cortos en su huida y se encontraron con un destino similar a los que decidieron o se vieron obligados a quedarse, si bien, la desmemoria y la sorprendente capacidad regeneradora de los bosques polacos estuvieron a punto de cubrir el infierno de vida y de indiferencia.