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Voto de Jordirozsa:
5
4.1
315
Thriller. Drama
En la oscuridad de la noche en el corazón de un bosque: un coche. En el interior, un hombre despierta esposado inhalando monóxido de carbono. Se encuentra rodeado por otros tres hombres, aparentemente muertos y también esposados. Es la imagen perfecta de un suicidio colectivo. El hombre lucha desesperadamente hasta que consigue apagar el motor. Poco a poco, sus misteriosos acompañantes despiertan. No se conocen entre ellos y nadie ... [+]
5 de noviembre de 2023
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El reducido habitáculo de un coche constituye el escenario principal donde se desarrolla la acción de este filme dirigido por Carlos Martín Ferrera. Onubense de nacimiento y establecido en Barcelona, debutó con el cortometraje «El barbero» en 2001 y se estrenó en el largometraje con «Zulo» en 2005, demostrando una audaz habilidad para crear espacios claustrofóbicos destinados a angustiar al público.
En «La Jauría», y con la colaboración del cinematógrafo José Luis Bernal Ibáñez —con quien ya había trabajado en «Código 60» en 2011—, Martín Ferrera consigue mantenernos en vilo durante los 72 minutos de metraje. A pesar de la acertada decisión de optar por un tiempo de duración escueto, no hubiera estado de más añadir algo más de metraje para profundizar en las situaciones, circunstancias e historias de los cinco personajes que intervienen, interpretados por actores cuyo desempeño resulta más o menos irregular. La ambientación, por sí sola, sostiene el desarrollo de la trama.
Para Bernal Ibáñez, supone una auténtica prueba de maestría el crear una paleta visual con tan limitados recursos de espacio y luz. No deja un solo rincón del vehículo, un Volvo, sin explorar con la cámara, y demuestra un dominio y pericia en su oficio capaz de gestionar la transición de planos, teniendo en cuenta que el reducido espacio en el que parece encontrarse inmerso el espectador no permite grandes acrobacias de cámara, como amplios angulares o contrapicados. Bernal logra un efecto completo sin recurrir a experimentos extraños ni buscar atracciones estrafalarias. Si a esto le sumamos el bosque circundante, que rebosa de una lacónica belleza gótica sumida en un mínimo rango de lúmenes y siempre a baja temperatura, obtenemos un trabajo de fotografía excepcional y, por ende, una ambientación sobresaliente. En el arco temporal que abarca la historia, desde la noche hasta casi media mañana del día siguiente, es suficiente para situar al público en unas coordenadas que, por sí mismas, ya erizan la piel. Es una lástima que esta magnífica labor se vea difuminada en la nada debido a la irregularidad en otros aspectos de la producción.
El rendimiento del elenco actoral en «La Jauría» tendría que ser, ciertamente, uno de sus pilares fundamentales. Actores como Lluís Soler, que con solo su presencia en pantalla ya imprime un foco atencional en el público, y Adam Quintero, cuya presencia contribuye a sostener el desarrollo de la trama. Sus diálogos e interpretaciones no solo aseguran o fundamentan, sino que llevan sobre sus hombros todo el peso del drama.
Carlos Fábrega y el joven Ferran Vilajosana, que a pesar del atractivo sexual de este último, cuya figura es innegablemente magnética en cada toma en la que aparece, desempeñan una fuerza mucho menor que la de los arriba mencionados. Así como Liah O'Prey, que por muchos halagos zalameros que se lleve de algunos muertos de hambre que se la miran babeando, al fin y al cabo aparece más tapada y se antoja más recatada que la madre superiora de un convento en su aparición en escena. Estos actores, que en teoría juegan o tendrían que jugar un papel esencial en la trama, no se saca de ellos el partido que se merecería esta producción, ya sea por falta de talento, que no se puede negar, por desidia escénica, que tampoco, o por falta de capacidad de la dirección de actores. En cuanto a la interpretación de la O'Prey, resulta muy poco creíble. A menos que, tal y como las víctimas de su venganza meticulosamente planificada sostienen, esté como una puta cabra.
Sea como fuere, la interpretación tan pueril como insípida de la «femme fatale» en su «mise en scène» es uno de los elementos que, irremediablemente, contribuye a desmoronar la promesa de un «crescendo» continuo e imparable de esta producción algo casera, la cual prometía dar mucho más de sí de lo que sus posibilidades realmente hubieran permitido (es un relato que incluso podría haberse interpretado en el escenario de un teatro).
La forzada actuación de la O’Prey no se limita solo a sus tan anodinas aparición y presencia, como si fueran las del Arcángel San Gabriel en una loca noche de fiesta en Ibiza, sino también a la ya rancia y tan trillada como cansina trama del acoso sexual. Las inofensivas féminas que transitan por internet se presentan como víctimas de algún que otro depredador sexual que busca satisfacer sus perversos apetitos. El tema o idea, en sí, no deja de ser interesante, pero está introducido o desplegado en el tramo del desenlace de la cinta de una forma tan ambigua, confusa y artificiosa que, sin lugar a dudas, el espectador en su butaca, ante el fumado final que se nos presenta, no puede más que pensar que se trata de una zumbada recién salida del manicomio.
Más que encarnar a una supuesta víctima en busca de justicia, la mujer se muestra como una figura errática y confusa, cuyas acciones desdibujan cualquier atisbo de claridad en sus intenciones. Desde el momento en que la tipa comienza a provocar a sus cuatro cautivos, buscando que emerja el supuesto culpable (¿pero, culpable de qué, exactamente?), el nivel de confusión es tal que parece que asistimos al completo delirio de una chalada que no ha resuelto sus complejos de Elektra. Este grado de indefinición se mantiene desde que la muy pajarraca saca del coche al más joven, Iván, para atarle a un árbol y quemar sus cascarrias, hasta que el macho alfa, Adam Quintero, consigue zafarse de sus ataduras para ir a ajustar cuentas con la hembra rebelde que, de paso, se ha despachado con la ballesta al que le soltaba las palabrotas y toda serie de improperios como «hija de puta». Estos sucesos nos llevan a un punto de inflexión que anticipa el precipitado final.
La claustrofóbica diégesis del interior del vehículo (curioso que sea un Volvo, cuyo logo es el signo distintivo del varón) se expande hasta la guarida de la adolescente desquiciada, donde el psicólogo —profesión que, junto con la de los curas, siempre parece salir mal parada—
En «La Jauría», y con la colaboración del cinematógrafo José Luis Bernal Ibáñez —con quien ya había trabajado en «Código 60» en 2011—, Martín Ferrera consigue mantenernos en vilo durante los 72 minutos de metraje. A pesar de la acertada decisión de optar por un tiempo de duración escueto, no hubiera estado de más añadir algo más de metraje para profundizar en las situaciones, circunstancias e historias de los cinco personajes que intervienen, interpretados por actores cuyo desempeño resulta más o menos irregular. La ambientación, por sí sola, sostiene el desarrollo de la trama.
Para Bernal Ibáñez, supone una auténtica prueba de maestría el crear una paleta visual con tan limitados recursos de espacio y luz. No deja un solo rincón del vehículo, un Volvo, sin explorar con la cámara, y demuestra un dominio y pericia en su oficio capaz de gestionar la transición de planos, teniendo en cuenta que el reducido espacio en el que parece encontrarse inmerso el espectador no permite grandes acrobacias de cámara, como amplios angulares o contrapicados. Bernal logra un efecto completo sin recurrir a experimentos extraños ni buscar atracciones estrafalarias. Si a esto le sumamos el bosque circundante, que rebosa de una lacónica belleza gótica sumida en un mínimo rango de lúmenes y siempre a baja temperatura, obtenemos un trabajo de fotografía excepcional y, por ende, una ambientación sobresaliente. En el arco temporal que abarca la historia, desde la noche hasta casi media mañana del día siguiente, es suficiente para situar al público en unas coordenadas que, por sí mismas, ya erizan la piel. Es una lástima que esta magnífica labor se vea difuminada en la nada debido a la irregularidad en otros aspectos de la producción.
El rendimiento del elenco actoral en «La Jauría» tendría que ser, ciertamente, uno de sus pilares fundamentales. Actores como Lluís Soler, que con solo su presencia en pantalla ya imprime un foco atencional en el público, y Adam Quintero, cuya presencia contribuye a sostener el desarrollo de la trama. Sus diálogos e interpretaciones no solo aseguran o fundamentan, sino que llevan sobre sus hombros todo el peso del drama.
Carlos Fábrega y el joven Ferran Vilajosana, que a pesar del atractivo sexual de este último, cuya figura es innegablemente magnética en cada toma en la que aparece, desempeñan una fuerza mucho menor que la de los arriba mencionados. Así como Liah O'Prey, que por muchos halagos zalameros que se lleve de algunos muertos de hambre que se la miran babeando, al fin y al cabo aparece más tapada y se antoja más recatada que la madre superiora de un convento en su aparición en escena. Estos actores, que en teoría juegan o tendrían que jugar un papel esencial en la trama, no se saca de ellos el partido que se merecería esta producción, ya sea por falta de talento, que no se puede negar, por desidia escénica, que tampoco, o por falta de capacidad de la dirección de actores. En cuanto a la interpretación de la O'Prey, resulta muy poco creíble. A menos que, tal y como las víctimas de su venganza meticulosamente planificada sostienen, esté como una puta cabra.
Sea como fuere, la interpretación tan pueril como insípida de la «femme fatale» en su «mise en scène» es uno de los elementos que, irremediablemente, contribuye a desmoronar la promesa de un «crescendo» continuo e imparable de esta producción algo casera, la cual prometía dar mucho más de sí de lo que sus posibilidades realmente hubieran permitido (es un relato que incluso podría haberse interpretado en el escenario de un teatro).
La forzada actuación de la O’Prey no se limita solo a sus tan anodinas aparición y presencia, como si fueran las del Arcángel San Gabriel en una loca noche de fiesta en Ibiza, sino también a la ya rancia y tan trillada como cansina trama del acoso sexual. Las inofensivas féminas que transitan por internet se presentan como víctimas de algún que otro depredador sexual que busca satisfacer sus perversos apetitos. El tema o idea, en sí, no deja de ser interesante, pero está introducido o desplegado en el tramo del desenlace de la cinta de una forma tan ambigua, confusa y artificiosa que, sin lugar a dudas, el espectador en su butaca, ante el fumado final que se nos presenta, no puede más que pensar que se trata de una zumbada recién salida del manicomio.
Más que encarnar a una supuesta víctima en busca de justicia, la mujer se muestra como una figura errática y confusa, cuyas acciones desdibujan cualquier atisbo de claridad en sus intenciones. Desde el momento en que la tipa comienza a provocar a sus cuatro cautivos, buscando que emerja el supuesto culpable (¿pero, culpable de qué, exactamente?), el nivel de confusión es tal que parece que asistimos al completo delirio de una chalada que no ha resuelto sus complejos de Elektra. Este grado de indefinición se mantiene desde que la muy pajarraca saca del coche al más joven, Iván, para atarle a un árbol y quemar sus cascarrias, hasta que el macho alfa, Adam Quintero, consigue zafarse de sus ataduras para ir a ajustar cuentas con la hembra rebelde que, de paso, se ha despachado con la ballesta al que le soltaba las palabrotas y toda serie de improperios como «hija de puta». Estos sucesos nos llevan a un punto de inflexión que anticipa el precipitado final.
La claustrofóbica diégesis del interior del vehículo (curioso que sea un Volvo, cuyo logo es el signo distintivo del varón) se expande hasta la guarida de la adolescente desquiciada, donde el psicólogo —profesión que, junto con la de los curas, siempre parece salir mal parada—
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
se libera, aunque sea por poco tiempo, para descubrir las dementes y patológicas intimidades de la susodicha.
Sin embargo, apenas se nos ofrece una explicación de lo que diablos sucedió exactamente. En segundo lugar, actúa como detonante para que asistamos al final de la película, que termina tal y como empezó, pero esta vez con «sorpresa de fresa»: Iván al lado de la loca, insinuando «seguro que era él», refiriéndose al personaje de Quintero, pero sin llegar a revelar cuál fue su gran pecado que justificaría narrativamente que la mujer se erigiera en juez y «verduga». En la segunda ocasión, ya se anticipa que con las cadenas y los tubos en la ventana del coche, Quintero no podrá escapar.
El guion, aquí, no puede ser de otra forma. En producciones que, por uso o moda, han seguido el mismo patrón desde mediados de la segunda década de los 2000, se dejan huecos; muchos de ellos el resultado de no profundizar en los trasfondos de los personajes. El «script» deja a la audiencia imbuida en un gran complejo de gilipollez ante la incógnita de lo que le sucede al final al sacerdote, el personaje de Lluís Soler. No sabemos si termina haciéndole compañía al loquero en su destino final, o de dónde diablos viene la súbita y revelada, en el último momento, complicidad entre la psicópata de la ballesta y el joven informático Iván (Vilajosana), con lo que se infiere que el numerito de la tortura con el soplete no es más que eso, una burda teatralización.
Para mí, estos gazapos en la línea argumental y los agujeros en el telar de la trama convierten a «La Jauría» en una manzana con gusano de la que pocos pedazos se pueden rescatar, y éstos, solo para ser consumidos hervidos con azúcar y canela. Después de unos minutos de reflexión para volver en sí tras el último plano, uno se da cuenta de que tanto esfuerzo ha sido en vano.
A este despropósito no ayuda una insípida banda sonora de Sergio de Oteiza, que con poco más de dos mil quinientos euros, habría podido encontrar por lo menos a un cuarteto de cuerda decente (y lo digo por experiencia), que le hubiera podido dar cuenta de una partitura algo más digna.
Otras flipadas como el «intento» de efecto visual de los gases del tubo de escape del coche desviados con el manguito al interior del auto por la ventana; o que con toda la mierda que ya llevan respirada los ocupantes (no sólo monóxido de carbono; imagínense si llega a ser ácido cianhídrico...), tengan tiempo de despertar (yo tenía entendido que, respirando el CO, uno ya no vuelve en sí cuando queda aturdido), luchar un buen rato para liberarse haciendo más fuerza que un levantador de pesas en el gimnasio hasta vérseles la vena y abrir la ventanilla con el pie, como si fueran chimpancés. Cosas que, por mucha licencia artística que tenga el guionista (el propio Martín, a cuatro manos con Fernando Polanco), van más allá de lo que se trague una audiencia que ya no se mama el dedo, y restan credibilidad al asunto.
Nos encontramos ante un cineasta cuya masculinidad servil se rinde una vez más ante la forzada instrumentalización política de los «casacas moradas», ese victimismo militante y reivindicativo que, como decía mi madre del pescado, pasados tres días apesta. Es el panfleto congénito y manido de la farándula del cine español que, agarrada de siempre a las faldas de los partidos que se las dan de izquierdosos, para rascar cuatro duros de las subvenciones que nos sangran a los currantes en forma de impuestos, repiten una y otra vez la misma cantinela, hasta que a uno el morado le provoca la misma reacción que el rojo a los toros. Un despilfarro de talentos malogrados.
En fin, que si a algunos de ustedes les van las sesiones de «hard bondage» en grupo, en las que el macho hace el papel de sumiso ante la fantasía de la sádica dominante con ballesta, ésta es su película; un día de entretenimiento para ejecutivos urbanitas trajeados con pasta, que no tienen nada más que hacer un fin de semana, huyendo de sus tiranas esposas.
Sin embargo, apenas se nos ofrece una explicación de lo que diablos sucedió exactamente. En segundo lugar, actúa como detonante para que asistamos al final de la película, que termina tal y como empezó, pero esta vez con «sorpresa de fresa»: Iván al lado de la loca, insinuando «seguro que era él», refiriéndose al personaje de Quintero, pero sin llegar a revelar cuál fue su gran pecado que justificaría narrativamente que la mujer se erigiera en juez y «verduga». En la segunda ocasión, ya se anticipa que con las cadenas y los tubos en la ventana del coche, Quintero no podrá escapar.
El guion, aquí, no puede ser de otra forma. En producciones que, por uso o moda, han seguido el mismo patrón desde mediados de la segunda década de los 2000, se dejan huecos; muchos de ellos el resultado de no profundizar en los trasfondos de los personajes. El «script» deja a la audiencia imbuida en un gran complejo de gilipollez ante la incógnita de lo que le sucede al final al sacerdote, el personaje de Lluís Soler. No sabemos si termina haciéndole compañía al loquero en su destino final, o de dónde diablos viene la súbita y revelada, en el último momento, complicidad entre la psicópata de la ballesta y el joven informático Iván (Vilajosana), con lo que se infiere que el numerito de la tortura con el soplete no es más que eso, una burda teatralización.
Para mí, estos gazapos en la línea argumental y los agujeros en el telar de la trama convierten a «La Jauría» en una manzana con gusano de la que pocos pedazos se pueden rescatar, y éstos, solo para ser consumidos hervidos con azúcar y canela. Después de unos minutos de reflexión para volver en sí tras el último plano, uno se da cuenta de que tanto esfuerzo ha sido en vano.
A este despropósito no ayuda una insípida banda sonora de Sergio de Oteiza, que con poco más de dos mil quinientos euros, habría podido encontrar por lo menos a un cuarteto de cuerda decente (y lo digo por experiencia), que le hubiera podido dar cuenta de una partitura algo más digna.
Otras flipadas como el «intento» de efecto visual de los gases del tubo de escape del coche desviados con el manguito al interior del auto por la ventana; o que con toda la mierda que ya llevan respirada los ocupantes (no sólo monóxido de carbono; imagínense si llega a ser ácido cianhídrico...), tengan tiempo de despertar (yo tenía entendido que, respirando el CO, uno ya no vuelve en sí cuando queda aturdido), luchar un buen rato para liberarse haciendo más fuerza que un levantador de pesas en el gimnasio hasta vérseles la vena y abrir la ventanilla con el pie, como si fueran chimpancés. Cosas que, por mucha licencia artística que tenga el guionista (el propio Martín, a cuatro manos con Fernando Polanco), van más allá de lo que se trague una audiencia que ya no se mama el dedo, y restan credibilidad al asunto.
Nos encontramos ante un cineasta cuya masculinidad servil se rinde una vez más ante la forzada instrumentalización política de los «casacas moradas», ese victimismo militante y reivindicativo que, como decía mi madre del pescado, pasados tres días apesta. Es el panfleto congénito y manido de la farándula del cine español que, agarrada de siempre a las faldas de los partidos que se las dan de izquierdosos, para rascar cuatro duros de las subvenciones que nos sangran a los currantes en forma de impuestos, repiten una y otra vez la misma cantinela, hasta que a uno el morado le provoca la misma reacción que el rojo a los toros. Un despilfarro de talentos malogrados.
En fin, que si a algunos de ustedes les van las sesiones de «hard bondage» en grupo, en las que el macho hace el papel de sumiso ante la fantasía de la sádica dominante con ballesta, ésta es su película; un día de entretenimiento para ejecutivos urbanitas trajeados con pasta, que no tienen nada más que hacer un fin de semana, huyendo de sus tiranas esposas.