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Voto de Jordirozsa:
8
5.6
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Intriga. Thriller
Nueve traductores de nueve nacionalidades diferentes son contratados para traducir el último libro de una trilogía que se ha convertido en un bestseller mundial. Con el máximo secretismo, y para llevar a cabo su misión, deberán permanecer en un búnker de lujo sin contacto con el mundo exterior. Pero cuando las primeras diez páginas del manuscrito aparecen publicadas online, el trabajo soñado se convierte en una pesadilla; se desvela que ... [+]
2 de noviembre de 2023
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«Les Traducteurs» (2019) es un thriller dirigido por Régis Roinsard que se sumerge en el mundo de la traducción literaria, pero con un giro lleno de suspenso y misterio. La película cuenta con un elenco internacional que incluye a Alex Lawther, Lambert Wilson, Ricardo Scamarcio, Olga Kurylenko y Eduardo Noriega, lo que le da un aire cosmopolita y diverso que se alinea bien con la premisa de la historia.
Guillaume Schiffman, con su estética distintiva, se consagró como un maestro de la luz y la sombra en «The Artist» (2011), evocando no solo un tributo a la era dorada del cine mudo, sino también una narrativa visual profundamente emotiva.
Su lente no solo captura imágenes; crea un lienzo temporal que trasciende la decoración para convertirse en el alma de la película. Cada fotograma es un eslabón en la cadena que Schiffman extiende al espectador, invitándolo a sumergirse en una atmósfera de asfixia silente.
No obstante, la cinematografía por sí sola no sostiene una película. La edición debe ser la cómplice que entrelaza con destreza estas imágenes en una narrativa coherente y fluida. Sin esta sinergia, incluso la meticulosidad de Schiffman podría desembocar en una serie de viñetas desconectadas. La colaboración con Roinsard es crucial; es la alquimia entre la visión del director de fotografía y la del director lo que puede transformar una sucesión de imágenes en una experiencia cinematográfica unificada y resonante.
La música de Jun Miyake, con su habilidad para fusionarse con la narrativa visual, se convierte en un personaje silencioso pero poderoso en el cine. En una película como «Les Traducteurs», donde el suspense y el misterio son elementos clave, la composición musical de Miyake juega un papel crucial en la inmersión del espectador en el laberinto de la trama.
Miyake es un maestro en el ensamblaje de su música al compás narrativo. Cada nota y cada silencio están meticulosamente calibrados para resonar con las emociones en pantalla, sazonando las escenas con una profundidad que va más allá de lo visual. La partitura no solo acompaña la acción, sino que la amplifica, permitiendo que el público sienta la tensión de los personajes, sus conflictos internos y sus triunfos.
Su capacidad para evocar los grandes «hits» del misterio y el suspense es particularmente notable. Miyake teje paisajes sonoros que son tanto un homenaje como una reinvención de los clásicos del género. Aunque en ocasiones la partitura pueda parecer «típica», es precisamente esta cualidad la que cumple con creces las demandas del film. Miyake entiende esto y ofrece composiciones que, lejos de distraer, se convierten en el soporte emocional de la película, manteniendo al espectador en un constante estado de anticipación.
En lo que a ambientación se refiere, la claustrofobia trasciende lo físico para infiltrarse en la psique de sus personajes, una técnica maestra de Régis Roinsard para intensificar la tensión. El búnker, la cárcel, la librería y el despacho del editor son más que meros fondos; son cámaras de eco de aislamiento y paranoia. En la escena de la piscina, la inmersión de Lawther en aguas turbulentas es un reflejo palpable de malentendidos y emociones ahogadas, mientras que el ahorcamiento de la traductora danesa es la representación visual de una presión insoportable, un grito silencioso de desesperación. Estos espacios cerrados, junto con momentos de asfixia literal y metafórica, no solo avanzan la trama sino que también amplifican la atmósfera opresiva, manteniendo manteniendo la inquietud del espectador en todo momento. «Les Traducteurs» se convierte así en un laberinto donde cada giro es un paso más hacia el abismo de la mente humana, un juego de espejos donde la libertad es tan ilusoria como la verdad que persiguen los protagonistas.
En el ajedrez cinematográfico, la dirección de Régis Roinsard orquesta una sinfonía de caracteres donde cada pieza, desde el peón hasta el rey, es esencial para el mate narrativo. Alex Lawther, con su peculiar intensidad, aporta una vulnerabilidad casi magnética, actuando como el catalizador de la trama y resonando con una audiencia acostumbrada a héroes imperfectos. Frente a él, Lambert Wilson y Olga Kurylenko se erigen como figuras de poder y enigma, respectivamente, cada uno aportando matices que son tan complejos como los hilos de la intriga que tejen.
Wilson, con su presencia autoritaria, es el arquitecto de la tensión, un manipulador cuya influencia se extiende más allá de su inmediato entorno en pantalla. Kurylenko, por su parte, ofrece un contrapunto emocional, una presencia enigmática que invita al espectador a mirar más allá de la superficie de la trama. Juntos, estos actores principales establecen un eje dramático que es tanto dinámico como intrigante.
El elenco secundario, con talentos como Riccardo Scamarcio y Patrick Bauchau, aunque confinados por los límites de sus roles, logran dejar una impresión indeleble. Scamarcio, con su carisma innato, y Bauchau, con una gravedad reminiscente de los grandes del cine clásico, enriquecen la textura de la película, demostrando que no hay roles menores, solo pequeñas actuaciones.
Sin embargo, es la gestión del tiempo en pantalla lo que destaca. En una película de duración estándar, el guion debe ser conciso, y aquí Roinsard muestra su maestría, equilibrando la necesidad de un ritmo ágil con el desarrollo de personajes complejos. Eduardo Noriega, cuya presencia podría dominar una película por sí solo, es un ejemplo de cómo un actor de su calibre puede brillar incluso en un rol limitado por la economía narrativa.
La película también juega con la estética de la caracterización. La decisión de adornar a Noriega con gafas o un brazo roto es una elección estilística que habla de la confianza del director en la habilidad de su elenco para comunicar profundidad. En contraste, la presencia menos imponente de Lawther se magnifica a través de una actuación que destila una complejidad emocional,
Guillaume Schiffman, con su estética distintiva, se consagró como un maestro de la luz y la sombra en «The Artist» (2011), evocando no solo un tributo a la era dorada del cine mudo, sino también una narrativa visual profundamente emotiva.
Su lente no solo captura imágenes; crea un lienzo temporal que trasciende la decoración para convertirse en el alma de la película. Cada fotograma es un eslabón en la cadena que Schiffman extiende al espectador, invitándolo a sumergirse en una atmósfera de asfixia silente.
No obstante, la cinematografía por sí sola no sostiene una película. La edición debe ser la cómplice que entrelaza con destreza estas imágenes en una narrativa coherente y fluida. Sin esta sinergia, incluso la meticulosidad de Schiffman podría desembocar en una serie de viñetas desconectadas. La colaboración con Roinsard es crucial; es la alquimia entre la visión del director de fotografía y la del director lo que puede transformar una sucesión de imágenes en una experiencia cinematográfica unificada y resonante.
La música de Jun Miyake, con su habilidad para fusionarse con la narrativa visual, se convierte en un personaje silencioso pero poderoso en el cine. En una película como «Les Traducteurs», donde el suspense y el misterio son elementos clave, la composición musical de Miyake juega un papel crucial en la inmersión del espectador en el laberinto de la trama.
Miyake es un maestro en el ensamblaje de su música al compás narrativo. Cada nota y cada silencio están meticulosamente calibrados para resonar con las emociones en pantalla, sazonando las escenas con una profundidad que va más allá de lo visual. La partitura no solo acompaña la acción, sino que la amplifica, permitiendo que el público sienta la tensión de los personajes, sus conflictos internos y sus triunfos.
Su capacidad para evocar los grandes «hits» del misterio y el suspense es particularmente notable. Miyake teje paisajes sonoros que son tanto un homenaje como una reinvención de los clásicos del género. Aunque en ocasiones la partitura pueda parecer «típica», es precisamente esta cualidad la que cumple con creces las demandas del film. Miyake entiende esto y ofrece composiciones que, lejos de distraer, se convierten en el soporte emocional de la película, manteniendo al espectador en un constante estado de anticipación.
En lo que a ambientación se refiere, la claustrofobia trasciende lo físico para infiltrarse en la psique de sus personajes, una técnica maestra de Régis Roinsard para intensificar la tensión. El búnker, la cárcel, la librería y el despacho del editor son más que meros fondos; son cámaras de eco de aislamiento y paranoia. En la escena de la piscina, la inmersión de Lawther en aguas turbulentas es un reflejo palpable de malentendidos y emociones ahogadas, mientras que el ahorcamiento de la traductora danesa es la representación visual de una presión insoportable, un grito silencioso de desesperación. Estos espacios cerrados, junto con momentos de asfixia literal y metafórica, no solo avanzan la trama sino que también amplifican la atmósfera opresiva, manteniendo manteniendo la inquietud del espectador en todo momento. «Les Traducteurs» se convierte así en un laberinto donde cada giro es un paso más hacia el abismo de la mente humana, un juego de espejos donde la libertad es tan ilusoria como la verdad que persiguen los protagonistas.
En el ajedrez cinematográfico, la dirección de Régis Roinsard orquesta una sinfonía de caracteres donde cada pieza, desde el peón hasta el rey, es esencial para el mate narrativo. Alex Lawther, con su peculiar intensidad, aporta una vulnerabilidad casi magnética, actuando como el catalizador de la trama y resonando con una audiencia acostumbrada a héroes imperfectos. Frente a él, Lambert Wilson y Olga Kurylenko se erigen como figuras de poder y enigma, respectivamente, cada uno aportando matices que son tan complejos como los hilos de la intriga que tejen.
Wilson, con su presencia autoritaria, es el arquitecto de la tensión, un manipulador cuya influencia se extiende más allá de su inmediato entorno en pantalla. Kurylenko, por su parte, ofrece un contrapunto emocional, una presencia enigmática que invita al espectador a mirar más allá de la superficie de la trama. Juntos, estos actores principales establecen un eje dramático que es tanto dinámico como intrigante.
El elenco secundario, con talentos como Riccardo Scamarcio y Patrick Bauchau, aunque confinados por los límites de sus roles, logran dejar una impresión indeleble. Scamarcio, con su carisma innato, y Bauchau, con una gravedad reminiscente de los grandes del cine clásico, enriquecen la textura de la película, demostrando que no hay roles menores, solo pequeñas actuaciones.
Sin embargo, es la gestión del tiempo en pantalla lo que destaca. En una película de duración estándar, el guion debe ser conciso, y aquí Roinsard muestra su maestría, equilibrando la necesidad de un ritmo ágil con el desarrollo de personajes complejos. Eduardo Noriega, cuya presencia podría dominar una película por sí solo, es un ejemplo de cómo un actor de su calibre puede brillar incluso en un rol limitado por la economía narrativa.
La película también juega con la estética de la caracterización. La decisión de adornar a Noriega con gafas o un brazo roto es una elección estilística que habla de la confianza del director en la habilidad de su elenco para comunicar profundidad. En contraste, la presencia menos imponente de Lawther se magnifica a través de una actuación que destila una complejidad emocional,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
demostrando que la fuerza en pantalla no siempre se mide en términos de presencia física.
La premisa de confinar a un grupo de traductores en un búnker crea un caldo de cultivo para la tensión, con cada personaje bajo la lupa de la sospecha. La película explora hábilmente la dinámica de grupo y la psicología de la confianza, donde la paranoia se convierte en un personaje más en la sala. Sin embargo, la narrativa no está exenta de tropiezos; la complejidad de la trama a veces se convierte en su talón de Aquiles, con giros que pueden parecer forzados o excesivos, desafiando la credibilidad y potencialmente alienando al espectador.
El guion intenta equilibrar la tensión con «flashbacks» que buscan profundizar en los personajes, pero este método puede resultar confuso, dispersando la atención en lugar de centrarla. Aunque la revelación de que los traductores son escritores frustrados promete una rica veta de desarrollo de personajes, la película no siempre cumple con este potencial, dejando algunos arcos narrativos y trasfondos insuficientemente explorados. Esto se ve agravado por la decisión de revelar el giro principal a mitad de la película, una jugada audaz que, si bien subvierte las expectativas, también puede disipar la tensión prematuramente.
La economía narrativa se despliega con maestría, donde lo visual y el subtexto se entretejen para esculpir personajes de una complejidad que trasciende el diálogo. La sutileza de las interacciones, especialmente entre los personajes de Noriega y Chau, destila un subtexto homoerótico que enriquece la trama sin necesidad de exposiciones prolijas. La cinta de correr y la complicidad en la reprografía no son meras secuencias; son metáforas cinéticas de rivalidad y alianza, símbolos de una narrativa más profunda que se insinúa en cada gesto y mirada.
Todo invita a a leer entre líneas, a percibir en el simbolismo y la interpretación de los actores una historia más rica y resonante. Un diálogo silencioso pero elocuente, donde la intimidad y la tensión se revelan en la coreografía de lo no dicho, demostrando que la profundidad de un personaje puede ser insinuada con elegancia sin sacrificar el ritmo vertiginoso del género.
«Les Traducteurs» se sumerge en las profundidades de la industria editorial, desenredando una trama donde el arte literario se ve asediado por las garras del comercio. La figura del editor, encarnada con una presencia imponente por Lambert Wilson, emerge como un símbolo del poder desmedido que puede corromper el proceso creativo, relegando a los traductores a meros eslabones en la cadena de producción del libro. La película articula una crítica mordaz a una jerarquía donde la integridad artística es sacrificada en el altar del beneficio económico.
En el núcleo emocional de la narrativa, la dinámica entre Patrick Bauchau y Alex Lawther se despliega con una tensión paterno-erótica que trasciende la mentoría para insinuar una lucha edípica. Lawther, en su búsqueda por reconocimiento, encarna la ambición de superar al padre literario, una metáfora de la transmisión del conocimiento y la pasión por la literatura, entrelazada con el deseo de emancipación.
La película también explora la fama y el poder en el mundo de la escritura, mostrando cómo la búsqueda de reconocimiento puede llevar a los escritores a comprometer sus valores. El acto heroico de Lawther, un desenmascaramiento del sistema corrupto, plantea preguntas sobre el costo de la integridad y el valor del sacrificio.
Finalmente, concluye con una poderosa imagen de soledad y desolación, una representación cruda de las cicatrices emocionales que permanecen incluso después de ganar la batalla, un eco de la lucha de muchos artistas por mantener su visión en un mundo que prioriza el éxito comercial sobre la expresión auténtica. La película se convierte en un espejo de la lucha universal por la autorrealización y la necesidad de trascender las influencias formativas para encontrar la propia voz.
La premisa de confinar a un grupo de traductores en un búnker crea un caldo de cultivo para la tensión, con cada personaje bajo la lupa de la sospecha. La película explora hábilmente la dinámica de grupo y la psicología de la confianza, donde la paranoia se convierte en un personaje más en la sala. Sin embargo, la narrativa no está exenta de tropiezos; la complejidad de la trama a veces se convierte en su talón de Aquiles, con giros que pueden parecer forzados o excesivos, desafiando la credibilidad y potencialmente alienando al espectador.
El guion intenta equilibrar la tensión con «flashbacks» que buscan profundizar en los personajes, pero este método puede resultar confuso, dispersando la atención en lugar de centrarla. Aunque la revelación de que los traductores son escritores frustrados promete una rica veta de desarrollo de personajes, la película no siempre cumple con este potencial, dejando algunos arcos narrativos y trasfondos insuficientemente explorados. Esto se ve agravado por la decisión de revelar el giro principal a mitad de la película, una jugada audaz que, si bien subvierte las expectativas, también puede disipar la tensión prematuramente.
La economía narrativa se despliega con maestría, donde lo visual y el subtexto se entretejen para esculpir personajes de una complejidad que trasciende el diálogo. La sutileza de las interacciones, especialmente entre los personajes de Noriega y Chau, destila un subtexto homoerótico que enriquece la trama sin necesidad de exposiciones prolijas. La cinta de correr y la complicidad en la reprografía no son meras secuencias; son metáforas cinéticas de rivalidad y alianza, símbolos de una narrativa más profunda que se insinúa en cada gesto y mirada.
Todo invita a a leer entre líneas, a percibir en el simbolismo y la interpretación de los actores una historia más rica y resonante. Un diálogo silencioso pero elocuente, donde la intimidad y la tensión se revelan en la coreografía de lo no dicho, demostrando que la profundidad de un personaje puede ser insinuada con elegancia sin sacrificar el ritmo vertiginoso del género.
«Les Traducteurs» se sumerge en las profundidades de la industria editorial, desenredando una trama donde el arte literario se ve asediado por las garras del comercio. La figura del editor, encarnada con una presencia imponente por Lambert Wilson, emerge como un símbolo del poder desmedido que puede corromper el proceso creativo, relegando a los traductores a meros eslabones en la cadena de producción del libro. La película articula una crítica mordaz a una jerarquía donde la integridad artística es sacrificada en el altar del beneficio económico.
En el núcleo emocional de la narrativa, la dinámica entre Patrick Bauchau y Alex Lawther se despliega con una tensión paterno-erótica que trasciende la mentoría para insinuar una lucha edípica. Lawther, en su búsqueda por reconocimiento, encarna la ambición de superar al padre literario, una metáfora de la transmisión del conocimiento y la pasión por la literatura, entrelazada con el deseo de emancipación.
La película también explora la fama y el poder en el mundo de la escritura, mostrando cómo la búsqueda de reconocimiento puede llevar a los escritores a comprometer sus valores. El acto heroico de Lawther, un desenmascaramiento del sistema corrupto, plantea preguntas sobre el costo de la integridad y el valor del sacrificio.
Finalmente, concluye con una poderosa imagen de soledad y desolación, una representación cruda de las cicatrices emocionales que permanecen incluso después de ganar la batalla, un eco de la lucha de muchos artistas por mantener su visión en un mundo que prioriza el éxito comercial sobre la expresión auténtica. La película se convierte en un espejo de la lucha universal por la autorrealización y la necesidad de trascender las influencias formativas para encontrar la propia voz.