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Voto de Jordirozsa:
5
26 de abril de 2023
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En «Agoraphobia» (2015), el enfoque de Lou Simon («Hazmat», 2013; «All Girl’s Weekend», 2016; como antecesora y predecesora, respectivamente, de la que nos ocupa), a quien le va la marcha del cine de terror desde que se metió en la dirección (los cinco largos que lleva hasta la fecha se incluyen en este género), se centra en el terror psicológico, lo que permite a la audiencia adentrarse en la mente de Faye y experimentar su ansiedad y miedo de primera mano. Aunque los esfuerzos de la dirección de arte y la cinematografía para crear un ambiente opresivo y oscuro que refuercen el tema de la agorafobia y el miedo a lo desconocido, no resulten ser del todo eficaces en esta cinta, a la que asoma la coleta de telefilm de sobremesa dominguera.
Simon se graduó en la Universidad de Miami en Ciencias Políticas y Comunicaciones. A pesar de su educación en áreas no relacionadas directamente, desarrolló una pasión por el cine y decidió seguir carrera en la industria cinematográfica. Sin querer negar su pasión por el séptimo arte, se deja notar su procedencia de otros campos, así como una falta de talento. Por ello, no ha alcanzado el reconocimiento de la corriente principal como directora, ni generar una base de seguidores leales dentro de la comunidad del cine de terror. No todo se puede justificar por la también evidente falta de presupuesto, en una producción independiente como es esta. Su habilidad para contar historias intrigantes y crear atmósferas tensas y emocionantes en sus películas, por lo menos en el caso de «Agoraphobia», se coge con pinzas (si es que se puede coger). Para superar las limitaciones financieras, Simon y su equipo tendrían que haber sido más creativos, tanto en la utilización de técnicas de bajo costo, como en la de efectos prácticos (en lugar de los costosos digitales), y aprovechando al máximo las locaciones disponibles. El rodaje de la película tuvo lugar en Miami (Florida), lo que posiblemente fue una elección pragmática para Simon, ya que ella es originaria de la zona y estaría familiarizada con el entorno y los recursos locales. Pero no sabe sacarle jugo a este aspecto.
La ambientación y el set están principalmente centrados en la casa heredada por la protagonista. La trama se desarrolla casi en su totalidad dentro de esta locación, lo que refuerza la idea de la agorafobia y el miedo a «salir al exterior». Si bien esta elección de ambientación limitada puede ser efectiva para transmitir la experiencia de la protagonista, también presenta desafíos en términos de mantener el interés del espectador. La casa en sí es un espacio cerrado, con habitaciones y corredores que resultan repetitivos y monótonos. A medida que la película avanza, el espectador llega a cansarse de ver los mismos espacios una y otra vez, lo que puede afectar su nivel de compromiso con la historia. La falta de variedad en la ambientación y el set también limita las posibilidades visuales y narrativas. Por eso, algunas escenas se sienten similares entre sí, y queda reducido el efecto de la trama. Y aunque pudiera ser una elección consciente para reflejar el tema central de la agorafobia (la ambientación reducida puede ser vista como un reflejo del confinamiento y la claustrofobia experimentada por la protagonista), el enfoque no resulta efectivo para la creación de una atmósfera acongojante y el desarrollo de la tensión en la narrativa.
Presenta una fotografía de calidad, a pesar de que Steven Bravig, al mando de este apartado, no consigue contribuir al crescendo rítmico en el desarrollo de la trama, y prodigarse en la transmisión de ansiedad. El uso de primeros planos y planos de detalle puede servir para transmitir una sensación de claustrofobia, reflejando la experiencia de la protagonista. Estos planos también pueden enfocar la atención en detalles específicos, y las emociones de los personajes. Pero no sabe sacar partido de ello, y el exceso de falta de distancia entre el ojo de la cámara y su objetivo, resulta en una experiencia monótona y fatigante. La variedad en la composición y el encuadre es importante para mantener el interés y evitar un lenguaje visual repetitivo.
La partitura de Michael Damon no culmina el cumplimiento de su propósito en la narración de la historia, y la inmersión en la trama. De madera bastante regulera, musicalmente hablando, en lo funcional resulta demasiado discreta y sutil, y hay momentos cuya presencia, más que apoyar la dimensión dramática y emocional del relato, se queda en un plano puramente ornamental. Otro aspecto técnico muy desaprovechado, que podría haber compensado la general tónica de tedio que impera en esta andanza fílmica.
Algo que también se apercibe descaradamente en la gestión de los actores. La mayoría de las interpretaciones, si exceptuamos la de la protagonista, Cassandra Scerbo (procedente de una ristra de subproductos de última fila), que por chupar el noventa por ciento de las tomas ya puede esforzarse un poco, la cordera, son muy forzadas y nada naturales. Parece que les estén dictando los diálogos con pinganillo, y la irradiación de emociones es casi nula, de modo que parece que asistamos a una reunión familiar de vulcanianos. Ello no se puede atribuir ni mucho menos a la falta de talento de los actores (quizás en algún caso rezuman un desvergonzado amateurismo), incluida la mascota felina (a «Hamlet», que no me lo toquen), ya que, hasta el veterano y conocido Tony Todd, que lleva a sus hombros más de cien pelis en su almanaque filmográfico, y al que se le puede considerar un decente intérprete, actúa de un modo exageradamente amojamado. El resto de los personajes: Nina (Gema Calero), la «canguro» que cuida y ayuda a Faye en las largas ausencias de Tom, Stephanie (Aniela McGuiness), Tia Margie (María Olsen), a cada cuál más parecida su presencia ante la cámara a un androide o un robot (C3PO y R2D2 tienen más gracia). Incluso la «sub secundaria» Julie Kendall, la «pérfida» amante del difunto padre de Faye
Simon se graduó en la Universidad de Miami en Ciencias Políticas y Comunicaciones. A pesar de su educación en áreas no relacionadas directamente, desarrolló una pasión por el cine y decidió seguir carrera en la industria cinematográfica. Sin querer negar su pasión por el séptimo arte, se deja notar su procedencia de otros campos, así como una falta de talento. Por ello, no ha alcanzado el reconocimiento de la corriente principal como directora, ni generar una base de seguidores leales dentro de la comunidad del cine de terror. No todo se puede justificar por la también evidente falta de presupuesto, en una producción independiente como es esta. Su habilidad para contar historias intrigantes y crear atmósferas tensas y emocionantes en sus películas, por lo menos en el caso de «Agoraphobia», se coge con pinzas (si es que se puede coger). Para superar las limitaciones financieras, Simon y su equipo tendrían que haber sido más creativos, tanto en la utilización de técnicas de bajo costo, como en la de efectos prácticos (en lugar de los costosos digitales), y aprovechando al máximo las locaciones disponibles. El rodaje de la película tuvo lugar en Miami (Florida), lo que posiblemente fue una elección pragmática para Simon, ya que ella es originaria de la zona y estaría familiarizada con el entorno y los recursos locales. Pero no sabe sacarle jugo a este aspecto.
La ambientación y el set están principalmente centrados en la casa heredada por la protagonista. La trama se desarrolla casi en su totalidad dentro de esta locación, lo que refuerza la idea de la agorafobia y el miedo a «salir al exterior». Si bien esta elección de ambientación limitada puede ser efectiva para transmitir la experiencia de la protagonista, también presenta desafíos en términos de mantener el interés del espectador. La casa en sí es un espacio cerrado, con habitaciones y corredores que resultan repetitivos y monótonos. A medida que la película avanza, el espectador llega a cansarse de ver los mismos espacios una y otra vez, lo que puede afectar su nivel de compromiso con la historia. La falta de variedad en la ambientación y el set también limita las posibilidades visuales y narrativas. Por eso, algunas escenas se sienten similares entre sí, y queda reducido el efecto de la trama. Y aunque pudiera ser una elección consciente para reflejar el tema central de la agorafobia (la ambientación reducida puede ser vista como un reflejo del confinamiento y la claustrofobia experimentada por la protagonista), el enfoque no resulta efectivo para la creación de una atmósfera acongojante y el desarrollo de la tensión en la narrativa.
Presenta una fotografía de calidad, a pesar de que Steven Bravig, al mando de este apartado, no consigue contribuir al crescendo rítmico en el desarrollo de la trama, y prodigarse en la transmisión de ansiedad. El uso de primeros planos y planos de detalle puede servir para transmitir una sensación de claustrofobia, reflejando la experiencia de la protagonista. Estos planos también pueden enfocar la atención en detalles específicos, y las emociones de los personajes. Pero no sabe sacar partido de ello, y el exceso de falta de distancia entre el ojo de la cámara y su objetivo, resulta en una experiencia monótona y fatigante. La variedad en la composición y el encuadre es importante para mantener el interés y evitar un lenguaje visual repetitivo.
La partitura de Michael Damon no culmina el cumplimiento de su propósito en la narración de la historia, y la inmersión en la trama. De madera bastante regulera, musicalmente hablando, en lo funcional resulta demasiado discreta y sutil, y hay momentos cuya presencia, más que apoyar la dimensión dramática y emocional del relato, se queda en un plano puramente ornamental. Otro aspecto técnico muy desaprovechado, que podría haber compensado la general tónica de tedio que impera en esta andanza fílmica.
Algo que también se apercibe descaradamente en la gestión de los actores. La mayoría de las interpretaciones, si exceptuamos la de la protagonista, Cassandra Scerbo (procedente de una ristra de subproductos de última fila), que por chupar el noventa por ciento de las tomas ya puede esforzarse un poco, la cordera, son muy forzadas y nada naturales. Parece que les estén dictando los diálogos con pinganillo, y la irradiación de emociones es casi nula, de modo que parece que asistamos a una reunión familiar de vulcanianos. Ello no se puede atribuir ni mucho menos a la falta de talento de los actores (quizás en algún caso rezuman un desvergonzado amateurismo), incluida la mascota felina (a «Hamlet», que no me lo toquen), ya que, hasta el veterano y conocido Tony Todd, que lleva a sus hombros más de cien pelis en su almanaque filmográfico, y al que se le puede considerar un decente intérprete, actúa de un modo exageradamente amojamado. El resto de los personajes: Nina (Gema Calero), la «canguro» que cuida y ayuda a Faye en las largas ausencias de Tom, Stephanie (Aniela McGuiness), Tia Margie (María Olsen), a cada cuál más parecida su presencia ante la cámara a un androide o un robot (C3PO y R2D2 tienen más gracia). Incluso la «sub secundaria» Julie Kendall, la «pérfida» amante del difunto padre de Faye
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
(de tan sobreactuada perfidia, se sugiere hasta cómica en sus muecas), que Simon (también autora en solitario del guion) usa como pegote, para desviar hacia ella, la atención de las sospechas del espectador, como queriendo dar fútilmente un plus de sorpresa a lo que muchos ya prevén en el desenlace, tiene más atisbo de personalidad, ni que sea en el tono más grotesco.
Quizás, para resaltar la sensación de soledad y aislamiento de Faye (que por otro lado ya nos hace prever e intuir cosas), todos los personajes alrededor de ella parecen lejanos, distantes y más sosos que un arroz blanco sin sal. Hasta el detective Martínez (Roberto Escobar), ataviado como si fuese de bodas, si uno no presta cuidadosamente atención a los diálogos y a la puesta en escena, lo confunde en su primera aparición con un abogado o un familiar. Y puestos a mencionar los vestuarios y los decorados de interiores, su diseño o elección también es bastante desafortunada: falta de todo realismo, no sólo en el caso del agente, sino porque, en general, parece que asistamos a una exposición de «home confort».
Las figuras dramáticas no están desperdiciadas a nivel actoral, sino también en lo que refiere a su desarrollo por parte del «script». Al Dr. Murphy (Tony Todd), se lo despacha justo antes de iniciar el atropellado tercer acto (si no se dan cuenta, ni tiempo les da a hacer el final tipo «chin-pum» al que casi se come la bajada de telón), momento en el que su intervención podría haber añadido sustancia al desenlace. Por otro lado, en el caso de Tom (Adam Brudnicki), el marido de Faye (que resultará ser un ruin villano), sus ausencias en el segundo acto malogran la oportunidad de haber podido construir mejor el libreto (hasta «Hamlet», el gatito que él le regala a Faye para que le haga compañía, desaparece en un momento dado, para no volver hasta el final, de modo que ella se queda más sola que la una).
Aquí se echa de menos (y no porque falten precisamente las escenas de cama), más momentos de interacción entre Tom y Faye; por ejemplo, no habría sobrado alguna escena de sexo entre ambos (ya que con ello habríamos amortizado el regalo a la vista del tonificado y musculoso torso de Brudnicki, con el que nos obsequia Simon en dos o tres mini diálogos que tienen lugar en el dormitorio).
La inclusión de una escena de sexo entre Faye y Tom habría proporcionado una forma más explícita y visual de mostrar la relación íntima entre los personajes, les permitiría desarrollarse emocionalmente, y al espectador sentirse más conectado con ellos. Podría haber sido visualmente hermosa, y agregar una dimensión artística a la película. Por otro lado, habría ayudado a justificar la trama de la pérdida del bebé de Faye en la bañera, ya que los espectadores tendrían una comprensión más clara y global de la relación de la pareja. Habría proporcionado un impacto emocional, con el que atizar una mayor inercia creciente hasta el final.
Vemos pues, como el casi nulo procesamiento dramático de los personajes, acentúa más las incongruencias e inconsistencias del libreto, y le resta potencia a momentos que tendrían que ser climáticos, como la escena en la que Nina acaba atrapada en el cuarto de lavar, y muere con la cabeza aplastada por la ventana; el episodio de crisis psicótica en la que Faye cree ver que Nina está cocinando al desaparecido gato; o el momento cumbre de transición del segundo al tercer acto, en el que están reunidos Tom, Faye, el Dr.Murphy y tía Margie, para decidir que no se la creen cuando ella afirma ver fantasmas, y quieren internarla en una institución psiquiátrica.
Un cúmulo de chapuzas, que no quitan que uno pueda pasar un rato entretenido después de cenar, pero que distan mucho del aprobado (que en mi «ranking» siempre es a partir del 6), pues no basta con tener unos mínimos conocimientos en cualquier saber (artístico o científico) (5), sino que también hay que demostrar el dominio práctico de dichas competencias en el «saber hacer» (a partir del 6).
Quizás, para resaltar la sensación de soledad y aislamiento de Faye (que por otro lado ya nos hace prever e intuir cosas), todos los personajes alrededor de ella parecen lejanos, distantes y más sosos que un arroz blanco sin sal. Hasta el detective Martínez (Roberto Escobar), ataviado como si fuese de bodas, si uno no presta cuidadosamente atención a los diálogos y a la puesta en escena, lo confunde en su primera aparición con un abogado o un familiar. Y puestos a mencionar los vestuarios y los decorados de interiores, su diseño o elección también es bastante desafortunada: falta de todo realismo, no sólo en el caso del agente, sino porque, en general, parece que asistamos a una exposición de «home confort».
Las figuras dramáticas no están desperdiciadas a nivel actoral, sino también en lo que refiere a su desarrollo por parte del «script». Al Dr. Murphy (Tony Todd), se lo despacha justo antes de iniciar el atropellado tercer acto (si no se dan cuenta, ni tiempo les da a hacer el final tipo «chin-pum» al que casi se come la bajada de telón), momento en el que su intervención podría haber añadido sustancia al desenlace. Por otro lado, en el caso de Tom (Adam Brudnicki), el marido de Faye (que resultará ser un ruin villano), sus ausencias en el segundo acto malogran la oportunidad de haber podido construir mejor el libreto (hasta «Hamlet», el gatito que él le regala a Faye para que le haga compañía, desaparece en un momento dado, para no volver hasta el final, de modo que ella se queda más sola que la una).
Aquí se echa de menos (y no porque falten precisamente las escenas de cama), más momentos de interacción entre Tom y Faye; por ejemplo, no habría sobrado alguna escena de sexo entre ambos (ya que con ello habríamos amortizado el regalo a la vista del tonificado y musculoso torso de Brudnicki, con el que nos obsequia Simon en dos o tres mini diálogos que tienen lugar en el dormitorio).
La inclusión de una escena de sexo entre Faye y Tom habría proporcionado una forma más explícita y visual de mostrar la relación íntima entre los personajes, les permitiría desarrollarse emocionalmente, y al espectador sentirse más conectado con ellos. Podría haber sido visualmente hermosa, y agregar una dimensión artística a la película. Por otro lado, habría ayudado a justificar la trama de la pérdida del bebé de Faye en la bañera, ya que los espectadores tendrían una comprensión más clara y global de la relación de la pareja. Habría proporcionado un impacto emocional, con el que atizar una mayor inercia creciente hasta el final.
Vemos pues, como el casi nulo procesamiento dramático de los personajes, acentúa más las incongruencias e inconsistencias del libreto, y le resta potencia a momentos que tendrían que ser climáticos, como la escena en la que Nina acaba atrapada en el cuarto de lavar, y muere con la cabeza aplastada por la ventana; el episodio de crisis psicótica en la que Faye cree ver que Nina está cocinando al desaparecido gato; o el momento cumbre de transición del segundo al tercer acto, en el que están reunidos Tom, Faye, el Dr.Murphy y tía Margie, para decidir que no se la creen cuando ella afirma ver fantasmas, y quieren internarla en una institución psiquiátrica.
Un cúmulo de chapuzas, que no quitan que uno pueda pasar un rato entretenido después de cenar, pero que distan mucho del aprobado (que en mi «ranking» siempre es a partir del 6), pues no basta con tener unos mínimos conocimientos en cualquier saber (artístico o científico) (5), sino que también hay que demostrar el dominio práctico de dichas competencias en el «saber hacer» (a partir del 6).